Cada vez me parece más importante subrayar la falibilidad de las listas de fin de año, y de la labor crítica, en general. Mirar es mentirnos, y asumir la imperfección o excelencia de lo mirado es mentir a otros. No se trata de una mentira maliciosa sino de la inevitable distorsión de la realidad que provoca el carácter. También influye la extraña necesidad de compartirnos. Ofrecer a otros lo que nos parece mejor es imponer, inocentemente, lo que nos da placer, en un torpe intento por lograr que los otros también lo sientan. No siempre funciona, y por eso prefiero hacer recomendaciones y regalos a quienes conozco plenamente. Como crítico, conozco a muy pocos lectores lo suficiente como para hacerles recomendaciones efectivas, y a pesar de ello me atrevo a compartir, para no romper la tradición, mi lista de películas predilectas que vi en 2019.
Hay más fines para hacer una lista, además de la costumbre, claro. Antes pensaba que estas selecciones podrían contribuir a un canon cinematográfico pero los espectadores recuerdan lo popular, y, de entre ello, lo que les emociona particularmente. Creo que de los 70 son muchos los que se acuerdan de El padrino ( The Godfather , 1972); pocos de Los reyes del camino (Im Lauf der Zeit, 1976), y casi nadie de Fortini/Cani (1976). La cultura es un concurso de popularidad, y en el capitalismo siempre ganan los más adinerados. Que sirvan las listas, entonces, como un incentivo a la curiosidad. Si no podemos ensanchar el canon, que sean más los pocos que recuerden el cine subversivo, y que cuestionen muchos el cine que todos recuerdan. Mis predilecciones y mi trabajo funcionan bajo ese planteamiento, y es por eso que en su mayoría esta selección se compone de películas vistas en festivales de vanguardia, como Black Canvas y FICUNAM. Hay también un filme de Netflix y una película que brincó de la Semana de Cine Alemán de 2018 a la Cineteca Nacional en 2019, cuando al fin la vi. Todas me parecen aventuras cinematográficas con decisiones brillantes que enriquecen las palabras en el papel mediante el vocabulario de la imagen; en ocasiones las destruyen o de plano las ignoran. Por supuesto, mi criterio es cuestionable y la lista está incompleta, pero diez películas bien vendidas deben bastar. No sobra decir que preferí el orden alfabético para evitar la idea de que compiten entre ellas porque —no hay que dejar de subrayar esto— el arte es para dar placer, no para ganar competencias.
Bird Island (L’île aux oiseaux, 2019), de Maya Kosa y Sergio Da Costa
No es en absoluto impresionante la hibridación de documental y ficción en sí; ni para qué sugerir que ese es el gran mérito de Bird Island , aunque sí tiene que ver con su gran logro. Por un lado tenemos una imagen cotidiana de la vida en un santuario para aves heridas y enfermas en Genthod, Ginebra. Los animales sanan, a veces no; diario algunos de ellos se comen a otros porque son carnívoros. Pero esta convivencia de vida y muerte invita un aire místico que evoca en tono a Las flores de San Francisco (Francesco giullare di Dio, 1950), de Roberto Rossellini, y provoca una mirada absurdista: enfrentados diario a la desazón, los veterinarios bailan y se entregan a una vida de impotencia y epifanía.
El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese
Con Scorsese, como muchísima gente, aprendí a ver y sobre todo a amar el cine. Su más reciente película me conmovió inmensamente porque la entiendo como una despedida. A sus 76 años el gran director estrenó un filme sobre un hombre que a pesar de haber tenido un poder inmenso, a pesar de haber vivido tanto y con tanta gente más poderosa que él, recuerda al final de sus años el día que su fuerza lo hizo impotente. El silencio de ese día es más elocuente que las tres horas y media de trama, y más inconmensurable que una filmografía dedicada a celebrar la vida y sus placeres, y a lamentar sus precios. Scorsese pareciera estar parafraseando la “Milonga de Manuel Flores”, de Borges, y decirnos que morir es haber vivido.
En tránsito (Transit, 2018), de Christian Petzold
Peter Handke escribió en Falso movimiento (Falsche Bewegung, 1975), de Wim Wenders, que la unión de la política y la poesía traería el fin de la añoranza, y con ello el fin del mundo. Con su filmografía, Petzold —otro descendiente del romanticismo alemán— ha intentado exactamente eso y, al contrario del vaticinio funesto de Handke, creado mundos habitados por la melancolía y el amor, amenazado el último por la política de mezquinos e idiotas. En tránsito se sitúa en la Marsella ocupada por los alemanes pero no se ve de ese periodo, al contrario, claramente nos enseña el nuestro. El tiempo se dobla y expresa así la eternidad de la persecución y las vidas de un grupo de amantes aplastadas por la Historia.
High Life (2019), de Claire Denis
El viaje al espacio se imagina como un placer. Sólo científicos y millonarios pueden hacerlo hoy en día, y en alegres videos nos mandan canciones de David Bowie. La magnífica Claire Denis, fiel a su filmografía, prefiere imaginarlo como un castigo y también como una invasión pero no a otros mundos sino a la naturaleza más íntima del ser: el cuerpo. En una nave operada por condenados a muerte una científica los controla con drogas y les extrae sus fluidos para crear niños resistentes a la radiación solar. Su némesis será un prisionero célibe a quien le extraerá la pureza en un acto que demuestra la violación como un ejercicio de poder. Pero si el cuerpo es el espacio de la violencia también lo es de la revelación. Tan mística como mundana, High Life es singular en la tradición del viaje espacial.
I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians (Îmi este indiferent daca în istorie vom intra ca barbari, 2018), de Radu Jude
Con este filme, Radu Jude, quizás el mayor cineasta rumano de los últimos años, nos afirma una tendencia europea a ver el pasado como un fantasma violento. La trama sigue a una carismática directora de teatro que intenta montar un espectáculo sobre el holocausto en Rumania, pero su visión crítica se topa con obstáculos burocráticos por su decisión de aceptar la participación de su país en el exterminio. En fascinantes discusiones con representantes del gobierno y hasta con su revoltoso elenco nacionalista, la protagonista ejercita la dialéctica para acabar con los prejuicios de quienes la vemos en pantalla pero se encuentra con la desilusión en la ignorancia y la estupidez. No hay un país hoy en el que no se pueda identificar un conflicto idéntico.
L. Cohen (2018), de James Benning
El cine primigenio fue un solo plano de alrededor de un minuto que aprovechó acróbatas, trenes, trabajadores saliendo de una fábrica, para mostrar que el movimiento se podía capturar y reproducir en una imagen. James Benning, famoso por filmar nubes y lagos en su magnífica inercia, utiliza la quietud de un espacio abierto para capturar el tiempo. Durante una hora sucede muy poco, pero un eclipse es suficiente para llenarnos de asombro y, de paso, homenajear la vida y muerte de Leonard Cohen.
La flor (2018), de Mariano Llinás
Arriesgada como el cine de Rivette, con sus 13 horas y media de duración, y juguetona con los géneros cinematográficos como las películas de Godard, La flor es una inagotable fuente de placeres y sorpresas que se regodea en su realización guerrillera para expresar un amor insoslayable al cine: no al arte cinematográfico, con su inevitable pedantería, ni al pensamiento expresado en la forma: al cine como forma de pasar el tiempo. Dadas sus influencias, a veces La flor cae en rupturas y subversiones que desconcertarán al público, pero la mayor parte del tiempo el trabajo de Mariano Llinás se parece más que nada al de Scheherezade. Hay que decirlo: nada lograría este colosal filme hecho de varias historias que a veces no acaban o que sólo terminan, sin el compromiso, el arrojo y la versatilidad de Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes, que protagonizan cinco de las seis historias contenidas en La flor . Su trabajo es igualmente el medio por el que se expresa Llinás y el fin de la película, que las homenajea en cada plano. Con esto, sí, hay un riesgo constante de caer en la mirada masculina —que en los cuadros finales explota— pero es un válido punto de discusión sobre el filme, no un punto de quiebre.
Liberté (2019), de Albert Serra
El catalán Albert Serra ha pasado la década que termina —o terminó; yo no sé de esas cosas— consolidándose como uno de los mayores autores del cine mundial. De manera misteriosa sus imágenes contienen un sinfín de significados sin que pase mucho en ellas, quizá por la forma en que sus referencias a contextos literarios, políticos y sociales cortan la ambigüedad de la inacción. En Liberté observamos una grotesca noche de placer en la que un grupo de libertinos lleva a cabo sus fantasías más peligrosas. La opresión de estos hombres sobre mujeres y sirvientes no es obvia, de hecho ni siquiera se discute, pero ahí está. El liberalismo, expresado por el seductor libertinaje, es una maquinaria donde ganan los poderosos, y una farsa que ha llevado al fracaso de nuestro tiempo. Pero al final, parece decirnos Serra, ya amanecerá.
No me toques (Touch Me Not, 2018), de Adina Pintilie
Tenemos aquí otro filme donde se entrecruzan la ficción y el documental, pero además, como ya hemos visto en otros de los anteriores, se discute el deseo. La diferencia fundamental es que la rumana Adina Pintilie lo aborda desde el temor al placer y el largo camino a la aceptación de la intimidad que queremos. El tema pronto se expande de lo sexual a la representación fílmica y Pintilie decide vulnerarse frente a la cámara. Es cierto que no desnuda su cuerpo pero sí sus inseguridades, un reto enorme para muchos otros cineastas. Ante todo, No me toques nos confronta con el deseo considerado diferente y extraño para demostrarnos que la humanidad no se puede ceñir a la moral religiosa y que la liberación del deseo nos acerca al éxtasis genuino: la felicidad en la Tierra.
Your Face (Ni de lian, 2018), de Tsai Ming-liang
El maestro taiwanés Tsai Ming-liang es conocido por sus largos y estáticos planos donde, en cierto modo, el tiempo se manifiesta como una presencia que absorbe protagonistas y espacios. Your Face lo expresa de manera más evidente al tratarse de un documental donde varias personas hablan de sus vidas, inevitablemente desde un presente que revive el pasado. A veces cuentan anécdotas, a veces sólo tratan de mantener una expresión facial durante largos planos en los que, se note o no, vemos un retrato de su envejecimiento. Poesía de los minutos y las horas, Your Face suscita ideas sobre la mortalidad y la naturaleza elusiva del presente.
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