El templo del padre salpicado de cuerpos; la voz del hijo asfixiada en dolor y preguntas; el empeño despiadado que mata a la tripulación. En buena medida, Ad Astra (2019), de James Gray , es Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola . Marte, con sus tonos sepia, evoca la casa desquiciada del coronel Kurtz (Marlon Brando), y la odisea introspectiva del mayor McBride (Brad Pitt) es tan vasta como la del capitán Willard (Martin Sheen). Pero, mucho más que un derivado consciente, Ad Astra es el producto de uno de los autores más autónomos del Hollywood actual, y acaso el más brillante de todos. Si Gravedad (Gravity 2013) e Interestelar (Interstellar, 2014) conmueven a la fuerza, Ad Astra nos orienta gradualmente a la oscuridad del espacio y del corazón. El eventual optimismo desvía la odisea, es cierto, pero el viaje suscita más a menudo el asombro.
Como la ciencia ficción de Ursula K. Le Guin, Gray y su coguionista, Ethan Gross, plantean un futuro desalentador, similar a nuestro presente, donde los blancos lo dominan todo —ellos son siempre los más poderosos en cada escena—; el capitalismo tiene a la luna en guerra, y el separatismo abunda ante la hipocresía de una unidad desigual. Pero a diferencia de la obra de Le Guin, nada se nos explica. Gray nos permite inferir qué clase de mundo produciría la exploración del espacio mediante leves alusiones en el diálogo y presencias fuera del centro en las imágenes de Hoyte Van Hoytema. Cuando irrumpe lo explícito, Gray se vuelca desvergonzadamente al espectáculo y logra un balance inesperado —similar al de Coppola en sus mayores filmes— entre el silencio y la caída de los cuerpos. Una persecución en la luna y el escape de un par de monstruos son originales situaciones en un filme de ciencia ficción, y, al mismo tiempo, humildes guiños al pasado. Las arenas donde McBride escapa de piratas lunares evocan los desiertos de cualquier Mad Max, mientras que la tensión en la nave de las bestias remite a las cintas de Alien.
Pero, como ha sido la norma en el cine de Gray desde Sueños de libertad (The Immigrant, 2013), el espectáculo que vemos es sólo una expresión de un interior obsesivo que se revela en acciones. Si Sueños de libertad y Z: La ciudad perdida (The Lost City of Z, 2016) eran aventuras épicas orientadas a la redención, Ad Astra es quizá la máxima variación del tema en la filmografía de Gray, tanto en sus cualidades de género como en su dibujo de un carácter tragicómico.
McBride, un astronauta estadounidense, es llamado por sus superiores para una misión de la que depende la humanidad: debe ir en secreto a Marte para enviar un mensaje a su padre, Clifford (Tommy Lee Jones), que está tal vez orbitando Neptuno y generando una radiación catastrófica. McBride no ha visto a su padre desde que se fue a buscar vida inteligente en el espacio hace décadas, y, si bien el viaje interplanetario define la historia, es la reconstrucción del hijo abandonado lo que ocupa a Gray.
En ese sentido, y en palabras de John Ford, el paisaje más emocionante de Ad Astra es el rostro humano. A lo largo de varias pruebas psicológicas que determinan si McBride es apto para los viajes en el espacio, Brad Pitt le da a su cuerpo unas capacidades que las palabras ignoran. Breves temblores en sus ojos y cerca de su boca revelan la desazón de reencontrarse con el hombre más importante en su vida, el padre que en persona traiciona el ideal, mientras que la templanza de los rasgos subraya la frialdad marcial que le permite vivir. La grabación del mensaje para Clifford revela que una lectura, en su ritmo, convoca más emoción que el sentimentalismo de un mensaje desesperado.
Como lo sugería al comienzo, Ad Astra , sin descarrilarse, complace, y en ello pierde la oportunidad de retar al público más de lo que lo logran la sutileza y el silencio en los grandes temas sociales. Gray no alcanza a Coppola del todo pero sí renueva su contrato como el único cineasta en Hollywood digno de llamarlo padre.
Twitter:@diazdelavega1