Como ríos de lava, las manifestaciones de inconformidad en América Latina se han dejado correr y sentir en las últimas semanas. Bolivia, Chile y Ecuador son los ejemplos más claros, pero no los únicos del otoño que está viviendo el tradicional sistema político en todo el mundo y que hacen eco de una manera integral en el continente.

Los resultados de los procesos electorales de este fin de semana en Argentina, Colombia y Uruguay están mandando señales claras de que el poder de decisión lo están tomando los millennials y los centennials, dejando sentir sus particularidades en cada elección.

¿Qué quiere decir esto? Que da igual si se vota por los que dicen ser de izquierdas o de derechas, es más las ideologías cuando no estorban, son mero pretexto para ofrecer al electorado una opción de voto-compra, no en el sentido de la compra de votos, sino en el de que a través del sufragio el elector está comprando cierto grado de bienestar. Esta satisfacción tiene una condicionante, debe ser inmediata. Si no produce efectos en el corto plazo, o cuando menos los promete así, no hay un compromiso-voto con ninguno de los candidatos.

La nueva ciudadanía no es como tal una integración a la polis, es ante todo categorías de consumo. Desde esta posición es que se están moviendo las narrativas del poder, que desde luego usan los medios sociales digitales para amplificarlas.

Los ciudadanos en América Latina no están hartos. De tener ese sentimiento se moverían a una confrontación directa con los sistemas que les están arrebatando la posibilidad de ser felices. Los latinoamericanos muestran en el pulso social digital que están aburridos. Aburridos en el término moderno del concepto.

Se acostumbraron a que para que sea válido todo tiene que convertirse en espectáculo streaming. La felicidad debe ser continua no parar. La satisfacción debe resolverse de manera inmediata o se cambia de proveedor, de bien, servicio, y ahora hasta de posición “ideológica”.

Se habla de lo políticamente correcto, pero esto no es más que un reflejo de la inmediatez. Lo que ayer parecía sano para la convivencia hoy se lleva a la hoguera de las redes sociales para que sin previo juicio se queme en una pira de posts.

Si América Latina estuviera aburrida en el término clásico del concepto se abriría la posibilidad de la reflexión, del diálogo, de la propuesta, de la apuesta, de la postura. Podrían construirse proyectos políticos de sociedad, primero y de nación después.

Tras la “Primavera Árabe” o la crisis de los “Okupas” de Wall Street y los movimientos de España y Grecia, el panorama parecía indicar que los medios sociales digitales nos ofrecerían la posibilidad de construir ciudadanía de una manera muy particular.

La accesibilidad y democratización de la información se abrían hace apenas seis años, como la puerta grande de entrada a la creación del Estado moderno, en donde la principal ocupación de los gobernantes sería la persona humana. Nunca más abusos ni excesos.

Quizá estamos ante la disyuntiva de corregir el rumbo. Volver al cauce natural de la convivencia humana, y hacer que las redes sociales, que nos muestran el pulso de ciudades y países, puedan convertirse en herramientas más que en fines. En dispositivos que faciliten el actuar social y no potencialicen los elementos negativos y divisorios, porque lo único que se está logrando es que los ciudadanos apuesten más por el hedonismo y menos por la responsabilidad. En consecuencia surgirán cada vez más los políticos que como falsos mesías del espectáculo prometan soluciones mágicas, satisfacciones tempranas, temporales, que tarde o temprano harán estallar las estructuras democráticas.

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