Soy una mujer que aprendió los rudimentos de su oficio y la semilla de su conciencia crítica entre las aulas, pasillos y naturaleza de la imponente Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México. Me formé en la más grande de las universidades de América Latina; la mayor, por número de estudiantes, de toda Hispanoamérica; la casa desde donde provienen todos los premios Nobel de México. El alma mater de cada una y cada uno de los mexicanos que han recibido el Premio Cervantes y el Premio Príncipe de Asturias. La casa de Justo Sierra y José Vasconcelos. El domicilio centenario de la voluntad de nuestro pueblo por construir desde el conocimiento, el debate, la cultura y el compromiso con una sociedad mejor, más justa, más digna e igualitaria. La UNAM es lo mejor de México; una institución indispensable de la patria, pública, laica y gratuita.

Soy, a mucho orgullo, hija de esa casa donde están las memorias vivas de mis años de formación, el recuerdo generoso de compañeros y profesores que me abrieron el mundo de la ciencia y la inquietud rebelde por la justicia social. Me siento parte de ese grupo excepcional de mujeres y hombres que han aportado por muchos años lo mejor de sus talentos, en amplia diversidad de disciplinas, para abrir caminos nuevos al quehacer de las ciencias, el medio ambiente, la economía, las artes de México.

Me formé en la Facultad de Ciencias, en la biología, a la sombra del emblemático Prometeo, me enamoré de la ecología, trabajé en la región maya y ahí viví las enormes contradicciones de nuestro tiempo. Una sociedad fracturada por la desigualdad y la pobreza en medio de un modelo neoliberal sin destino. Pueblos indígenas a los cuales se les arrebataron sus recursos naturales, sus saberes, su cultura.

Mi rumbo cambió de nuevo cuando ingresé a Naciones Unidas y desde ahí exploré los vínculos entre el medio ambiente, la ecología y la economía y los enormes desafíos de la globalización. Esta mezcla me colocó en un cuestionamiento permanente respecto al trilema: crecer, igualar, proteger la ecología y, sobre todo, qué modelo de desarrollo se requiere para lograrlo. Tuve el enorme privilegio de conocer el trabajo de la CEPAL e ingresar a la institución hace ya más de dos décadas. Ahí me sumergí en el fascinante e inspirador universo del pensamiento estructuralista a partir de las ideas transformadoras del político, académico y economista argentino Raúl Prebisch, sobre centro-periferia; de Celso Furtado, uno de los economistas más influyentes en la historia brasileña y latinoamericana, con su fantasía organizada; de Fernando Fajnzylber, con su transformación productiva con equidad, su permanente lucha frente al predominio de la balanza de pagos, los dilemas de la periferia, la persistente desigualdad y baja productividad que nos caracteriza y, especialmente, la cultura del privilegio que cruza nuestras sociedades.

Y es que el contexto de nuestro presente no es auspicioso; se caracteriza por la profundización de las asimetrías entre el centro y la periferia, por el aumento de las desigualdades y tensiones causadas por la concentración de la riqueza y los ingresos y el creciente riesgo de una crisis ambiental y climática de grandes proporciones.

La CEPAL es la plataforma que me ha permitido recorrer las calles de nuestra América Latina y el Caribe, conocer a nuestra gente y sus problemas, y trabajar por un desarrollo sostenible e igualitario para todas y todos los ciudadanos de nuestra región. La CEPAL ofrece una voz auténticamente latinoamericana y caribeña cuya historia institucional se entrecruza con los vaivenes de la historia de nuestro continente y que brinda a los gobiernos y pueblos de la región, desde el respeto a su autonomía soberana, el apoyo pertinente, oportuno, riguroso y comprometido para edificar un proyecto de desarrollo con horizonte claro: igualar para crecer y crecer para igualar.

Mis experiencias, primero en la UNAM y hoy desde la CEPAL, me han permitido comprender que la igualdad es un valor fundamental del desarrollo y un principio ético irreductible y en sincronía con la creciente relevancia del tema en las demandas ciudadanas. Estoy convencida de que la igualdad está en el centro del desarrollo porque provee a las políticas de un fundamento último centrado en un enfoque de derechos y una vocación humanista que recoge la herencia más preciada de la modernidad. Es también una condición propicia para avanzar hacia un modelo de desarrollo centrado en el cierre de brechas estructurales y en la convergencia tecnológica que permita avanzar hacia mayores niveles de productividad con sostenibilidad económica y ambiental, de cara a las futuras generaciones.

La desigualdad no sólo es injusta, sino que es ineficiente e insostenible. Esto, porque genera y sustenta instituciones que no promueven la productividad ni la innovación, al premiar o castigar la pertenencia de clase, etnia, o género; y porque genera una cultura de privilegio que refuerza estas desigualdades, las incorpora a las relaciones sociales como algo aceptable y natural y las reproduce en el tiempo.

Hoy, cuando atravesamos una crisis sin precedentes generada por la pandemia del Covid-19, con impactos dolorosos para nuestros pueblos, reafirmo que la recuperación debe ser sostenible y con igualdad y debe ser feminista o no será; que debemos transitar hacia una sociedad del cuidado en la que cuidemos al planeta, a las personas, a quienes nos cuidan y también nos autocuidemos. Es un cambio urgente y civilizatorio.

Construir caminos alternativos, proyectos de sociedad en los que las y los ciudadanos sean sujetos y no sólo objeto de las transformaciones que mejoran su condición, hacer de la política pública una herramienta de desarrollo colectivo y de la igualdad un propósito compartido: ese es el sueño que anhelamos y que encuentra en la UNAM –y en la Fundación UNAM que le da soporte– a unas de sus canteras más fecundas.

Es por ello un orgullo pertenecer a esta ineludible ciudadanía de la UNAM.

Por mi Raza Hablará el Espíritu


Secretaria Ejecutiva de la CEPAL.

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