Los carniceros de hoy serán las reses de mañana.

Una de las consecuencias más perturbadoras del informe de la Comisión para la Verdad en el caso de Ayotzinapa es que revela lo que omitía la “verdad histórica”: el papel que jugó el Ejército no sólo en esos hechos sino —lo que también omite el documento presentado el 18 de agosto— en todo el contexto de violencia que, por años, había hecho de Iguala un narcomunicipio.

El 9 de octubre de 2014, apenas transcurridos unos días de esa tragedia, escribí en estas mismas páginas (“La hora de los asesinos”) que las operaciones criminales que tenían a Iguala como epicentro no podían explicarse sin la protección o la complicidad de autoridades municipales, sí, pero también estatales y, desde luego, las militares.

En efecto, mucho antes de la trágica noche del 26 de septiembre, una violencia rutinaria mostraba la descomposición de ese territorio controlado por Guerreros Unidos, confrontados con su rival, Los Rojos. Iguala —como la Normal de Ayotzinapa, por su tradición guerrillera y la ideologización de sus cátedras— tenía que estar en la agenda de riesgos del Cisen y de la inteligencia militar; de allí que la Secretaría de la Defensa Nacional hubiera infiltrado en la escuela rural a un grupo de soldados, entre ellos Julio César López Patolzin, para detectar la presencia de grupos subversivos o criminales. Julio César fue de los desaparecidos, pero el Ejército no activó el protocolo de búsqueda.

Hoy, el informe presentado por el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, reconoce que soldados y mandos del 27 batallón de infantería no sólo fueron testigos sino protagonistas de esos hechos.

Las imputaciones a Jesús Murillo Karam, entonces titular de la PGR, por desaparición forzada y tortura resultan inverosímiles; no así lo relativo a la obstrucción de la administración de justicia, que podría explicarse por el intento de dejar a salvo de las imputaciones al Ejército y al gobierno del estado de Guerrero.

La naturaleza de este crimen y sus repercusiones sociales y políticas obligaban a enterar al presidente de la República. Pudo ocurrir que el presidente Enrique Peña Nieto, informado sobre la gravedad de los hechos por el procurador Murillo Karam, le haya instruido que evitara involucrar al Ejército. Cuidar el prestigio de las fuerzas armadas ha sido una consigna que traspasa gobiernos. La película La sombra del caudillo (1960), dirigida por Julio Bracho, permaneció enlatada muchos años porque exhibía las intrigas, la corrupción, las traiciones y los crímenes cometidos por “los soldados de la Patria” en la lucha descarnada por el poder.

Pero transcurridos ocho años del crimen de Iguala, aún permanecen muchas interrogantes que no resuelve el informe “preliminar” de la Comisión presidencial; lo que sobran son hipótesis; lo que falta son los datos contundentes.

Y, mientras los hombres que retuvieron, asesinaron y desaparecieron a los muchachos de Ayotzinapa —que debiera ser el verdadero punto focal de la investigación— van quedando en libertad por faltas al debido proceso (tortura en los interrogatorios, por ejemplo), empiezan a caer, junto con Murillo Karam, quienes tuvieran a su cargo las investigaciones.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate