Aunque formalmente México es una república federal, en el sistema político mexicano la Presidencia de la República cuenta con atribuciones y recursos extraordinarios, que contrastan con la penuria presupuestal de estados y municipios —que tampoco se esfuerzan por generar recursos propios—; los gobernadores no pueden hacer una gestión mínimamente digna sin el apoyo de la Federación. Por eso la relación personal (amor/odio) entre el gobernador y el presidente puede ser determinante en la marcha de una entidad federativa.
Pero algo hemos avanzado. Hoy, por fortuna, ya no es posible que una insinuación del presidente sea suficiente para que se ponga en marcha el proceso para desaparecer los poderes en un estado.
Como jefes de sus partidos en las entidades que gobiernan, los gobernadores han tenido un papel crucial en los procesos electorales: en la selección de los candidatos y en el apoyo más o menos discreto a sus campañas. Sin embargo, algunos de los resultados en las elecciones de junio pasado muestran que en anchas franjas del territorio nacional algo está podrido.
En Sinaloa —quizás el caso más ominoso— se vivieron muchas y muy graves irregularidades: en los días previos a la apertura de las casillas, la operación del crimen organizado incluyó el secuestro de los operadores electorales del PRI, sacándolos de sus domicilios. Se impuso el miedo: nadie se atrevió a presentar denuncias ante la fiscalía, y el gobernador Quirino Ordaz permaneció inmóvil y en silencio frente al despliegue criminal. ¿Qué parece explicar la parálisis del gobernador?
En estos días y después de saberse que López Obrador lo invitó a representarnos ante España, empiezan a aclararse las dudas. No resulta absurda la hipótesis de que, para salvarse, Quirino le vendió su alma al diablo. Meses antes de las elecciones, previa rendición de las fuerzas federales, la liberación de Ovidio Guzmán, el hijo de El Chapo, mostró crudamente quién manda en Culiacán.
Los gobernadores chaqueteros están buscando protección. El gobierno federal tiene las herramientas para perseguirlos y doblarlos, pero también para perdonarlos. Un cargo en el gobierno de Andrés Manuel significa no solo seguir en la nómina, sino un blindaje, una protección frente a eventuales investigaciones.
Detrás de la convocatoria al PRI a sumar sus votos a la contrarreforma eléctrica, está una amenaza que resulta muy intimidante para quienes, como Alejandro Moreno, regentean hoy al tricolor y que tienen la cola muy larga.
La decisión del PRI de organizar foros para discutir una iniciativa presidencial que significa una traición a los jóvenes, al desarrollo sustentable y un golpe brutal a la inversión y al futuro del país, que además pone en entredicho nuestros compromisos pactados en el T-MEC, parece un artificio para justificar su entrega, lo que sería el suicidio del otrora partidazo. Sin embargo, entregar los votos necesarios requeriría que todos o casi todos los priistas en el Congreso de la Unión obedecieran la línea y contribuyeran así a enterrar a su partido, lo que resulta difícil. El chantaje político también es una forma de corrupción.
@alfonsozarate