De pronto, en el escenario planetario vuelve a sobresalir una figura que resulta anacrónica en pleno siglo XXI: el hombre fuerte, ese personaje carismático, encarnación del pueblo, que impone su manejo caprichoso del poder, de un poderío sin contrapesos.

Durante buena parte del siglo XX los gobiernos de Estados Unidos favorecieron en América Latina y el Caribe el ascenso de estos “portentos” —con frecuencia militares como Fulgencio Batista en Cuba o Anastasio Somoza en Nicaragua—, que se impusieron al amparo del Departamento de Estado para favorecer la exacción de las riquezas naturales de sus países por empresas estadounidenses.

En fechas recientes, la debilidad de las instituciones democráticas y la precaria cultura cívica del grueso de la ciudadanía han favorecido el ascenso de estas figuras.

Es difícil establecer las diferencias entre el “hombre fuerte”, el caudillo y el líder populista porque son esencialmente lo mismo, así como las condiciones que favorecen su irrupción. Un primer prerrequisito es la crisis: como ocurrió en Venezuela y Bolivia, el fracaso de gobernantes corruptos e ineficientes favoreció la llegada al poder de los redentores: Hugo Chávez y Evo Morales.

El ascenso del populismo, dice Jean-François Prud’homme, parece reforzar la hipótesis de que es la expresión de una patología: “está asociado de una manera u otra a problemas de las instituciones representativas: ineficiencia de las mismas y marginación o exclusión de ciertos sectores de la población”, por eso el populismo expresa “la salud de la democracia”.

Frente a la crisis (económica, social, moral o política), los gobiernos democráticos tienen mayores dificultades para responder con la urgencia que la realidad exige, además, los contrapesos institucionales y “los valores democráticos” —el respeto a los derechos humanos, por ejemplo— les reducen la capacidad para actuar y es entonces cuando aparecen los “salvadores de la patria” que mandan al diablo a las instituciones, exaltan los valores del hombre común y ofrecen respuestas inmediatas a los grandes problemas.

A la mayoría de los ciudadanos —indolentes políticos y preocupados por lo inmediato—, poco les importa la democracia, por eso el día de la elección optan por un chingón, el hombre providencial, sin asomarse a los riesgos de entregarle tanto poder a un embaucador.

Y así aparecen actores como Putin, Bukele, Erdogan o Trump, demagogos que rompiendo todos los moldes institucionales logran un apoyo significativo del pueblo porque representan sus sentimientos más profundos (sus miedos, sus resentimientos, sus pasiones), esas emociones que generalmente ocultan, aunque sí las expresan en la privacidad de la mampara el día de las elecciones; hartos de la violencia criminal aprobarían, como ocurre en El Salvador, las medidas más extremas si con ellas recuperan la tranquilidad.

El ascenso de los redentores no expresa el fracaso de las democracias, sino la incompetencia de gobiernos democráticamente electos y el hartazgo social ante la frivolidad y la corrupción. Los desarreglos que generan no suelen durar mucho y tras un periodo de bonanza artificial y de desmantelamiento de instituciones entregan un país en ruinas.

@alfonsozarate

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