Así describe Ana María Olabuenaga, en el Prefacio a su libro Linchamientos digitales, las emociones que le transmiten quienes experimentan un “linchamiento” en las redes sociales: “[...] comencé a recibir llamadas de los acusados en redes; en general estaban asustados, sorprendidos. Bien a bien no entendían qué les había golpeado, de dónde había salido ‘eso que salió’, ni siquiera podían entender qué era: ¿venganza?, ¿celos?, ¿envidia?, ¿o solo mujeres enojadas, ofendidas, dolidas, cansadas de tolerar?”
Con solidez y una prosa que atrapa, la obra de Ana María repasa los linchamientos físicos realizados por supremacistas blancos en el sur y el oeste de Estados Unidos entre los siglos XIX y XX, para luego recoger experiencias y testimonios estrujantes de linchamientos digitales de nuestro tiempo; acoso feroz que no se reduce al mundo virtual, pues no es excepcional que culmine con la muerte del “linchado”. Es el caso de Armando Vega Gil, bajista del grupo de rock Botellita de Jerez, quien se quitó la vida tras una acusación por un supuesto acoso a una niña de 13 años sucedido 15 años atrás. “Mi muerte —escribió en su mensaje póstumo— no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia; solo quiero dejar limpio el camino que transite mi hijo en el futuro. Su orfandad es una manera terrible de violentarlo, pero más vale un final terrible que un terror sin final”. Olabuenaga refiere, también, el linchamiento de una chica italiana, Tiziana Cantone, que transitó, como muchos más, del calvario al infierno: un linchamiento digital colectivo, implacable, impune; “su suicidio fue real”.
Nos describe el mundo de las fake news, de la “hoguera digital”, de palabras convertidas en piedras que no solo duelen sino pueden matar: una persona con un teléfono móvil presto a registrar lo “impropio”, lo insólito o lo escandaloso, para subirlo a las redes o para darle un retuit, un like o para comentarlo; y lo que deriva: “una sociedad donde todos se vigilan unos a otros, se delatan, se traicionan; lo cual en términos de Orwell se traduce en millones de little brothers vigilándose los unos a los otros...” Los tuits pueden ser lo mismo un trino que una pedrada porque internet no es bueno ni malo, es tanto libertad de expresión como censura; visibiliza causas y problemas que permanecían ocultos, pero es también picota. “Los linchados podrán ser culpables o inocentes y dará igual. La turba es sorda y enloquece. Y en esa turba estaremos todos.”
La autora retrata los insultos de Trump, el “acosador cibernético más poderoso del planeta”, que llama a los mexicanos violadores, delincuentes... Una muchedumbre que quema al “monstruo” (Frankenstein) y en su crueldad se convierte en monstruo. Una trinidad siniestra: Linchador Padre. Linchado Hijo. Espectador Espíritu Santo.
Ana María registra las irreverencias de Marcelino Perelló y de Nicolás Alvarado, dos intelectuales incómodos, soltadas en medios “nicho” (Radio UNAM y el diario Milenio), pero detonados por las redes sociales. Y la UNAM, con sus sanciones, sometida a los reclamos de la turba.
Recientemente, en un artículo en Milenio, la autora examina el “linchamiento” digital de la comunidad LeBarón: para la turba, nada importa el asesinato bestial a mujeres y niños inocentes, hay que agredir a los “vendepatria” que le piden a Trump que declare a los cárteles del narco organizaciones terroristas. Censurar una estrategia de seguridad (“abrazos no balazos”) que no da resultados es repudiable porque cuestiona al líder que nunca se equivoca. “No conozco este México”, escribe la autora de Linchamientos digitales. “No conozco esta gente... Desbordados de crueldad... ¿De verdad somos capaces de cualquier cosa con tal de defender una posición política?”
La disonancia respecto de las decisiones del líder son severamente castigadas por sus milicias en las redes; allí una turba aparece con sus antorchas y sus gritos, dispuesta a linchar a quienes se atreven a advertir la inconsistencia o los costos de las ocurrencias; a esa muchedumbre se suman voces que hace muy poco parecían sensatas pero se han transformado porque hoy son gobierno. No tienen siquiera la discreción de guardar silencio, se suman al coro vociferante.
“¿Por qué se rompió ese acuerdo de la humanidad de no hacer justicia por propia mano?”, se pregunta Ana María.
Presidente de GCI.
@alfonsozarate