En 1987, en el último tramo del gobierno del presidente Miguel de la Madrid, la inflación desbordada (159%) amenazaba con descomponerlo todo. El desconcierto prevalecía en el gabinete y en uno de esos momentos, los principales líderes empresariales fueron citados a una reunión en la que el secretario del Trabajo, Arsenio Farell, les advirtió que si no bajaban los precios, se atuvieran a las consecuencias; entonces Vicente Bortoni, presidente de la Concamin, tomó la palabra y le dijo a los altos funcionarios: “No les quedan sino tres opciones: colgarnos en el Zócalo por hambreadores, en lo cual estamos de acuerdo; la gente se tranquilizaría por unos días pero después no habrá más responsables que ustedes. La segunda opción es que para contener la revuelta popular impongan, como en Brasil, un choque brutal, con tanques en las calles, y la tercera: construir un pacto con la participación de gobierno, empresarios, sindicatos y organizaciones campesinas para contener primero y más adelante echar atrás la inflación”. El Pacto de Solidaridad Económica (PSE) logró su cometido.
Pero hoy, cuando la crisis que enfrentamos es la suma de varias crisis (la sanitaria, la del petróleo, la de la inseguridad, la de la recesión económica) resulta imperioso construir un gran acuerdo nacional ante la emergencia.
Sin embargo, el formidable activista social ha resultado un gobernante solitario al que le enfadan propuestas que no sean las suyas. La obsesión del Presidente con sus propias intuiciones y con la originalidad lo lleva a imponer su propia receta: honestidad y austeridad y a mantener inalterados sus proyectos prioritarios. Mientras en América Latina los gobiernos de Chile, Perú, Colombia y hasta Brasil han adoptado medidas heterodoxas para atenuar los impactos de la pandemia, el presidente López Obrador mantiene su receta.
Los apoyos que ofrece el gobierno a las micro y pequeñas empresas son notoriamente insuficientes; es preciso que entienda que salvar a esos negocios no es solo un tema de sensatez económica sino de justicia social: si quiebran se derrumbará el empleo, pero también la recaudación fiscal.
Como en muy pocos momentos de nuestra historia, en estos días muchas voces proponen poner entre paréntesis el rencor, las ideologías y la disputa política para concurrir, sumar y sumarse en un propósito común: tal fue el sentido de las mesas a las que convocó el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) en los primeros tres días de esta semana para darle atención inmediata a la crisis.
Empresarios, gobernadores, legisladores, académicos, sindicalistas, consultores y religiosos ofrecieron sus diagnósticos, hablaron de los esfuerzos heroicos de muchas mujeres y hombres para resistir y compartieron sus propuestas, algunas de carácter muy puntual, otras con visión de largo aliento: hablaron de diferir, no condonar, los más gravosos impuestos y de establecer una moratoria en las contribuciones para la seguridad social; del apoyo de empresarios a los empresarios (darle asesoramiento a las Mipymes); de garantizar financiamientos a tasas competitivas; de que el gobierno federal y los estatales y municipales paguen pronto y bien y adelanten las compras programadas para el segundo semestre; de asegurar transparencia en las licitaciones y de reconocer que, como lo están probando varios estados, hay vida más allá de lo que haga el gobierno federal.
Propusieron dejar la tibieza y atreverse a incrementar la deuda de manera responsable en apoyo a las empresas pequeñas y medianas antes de que su problema de liquidez se convierta en uno de solvencia; de impulsar un programa de sustitución de importaciones y de empezar, desde ya, a planear el regreso a la actividad económica, de la necesidad para los negocios de reinventarse: de apostarle a la innovación, mejorar los métodos de comercialización y acelerar la conversión digital de las Pymes…
Fueron muchas las aportaciones pero quizás una frase que puede resumir las contribuciones de esas mesas es esta: “Tiempos extraordinarios reclaman soluciones extraordinarias”.
Presidente de GCI. @alfonsozarate