En México, la creatividad de quienes diseñan leyes y reglamentos no tiene límites y la mayoría de los establecimientos comerciales sobreviven agobiados por exigencias muchas veces absurdas y casi incumplibles. Una compleja maraña de disposiciones complica la vida de los pequeños y medianos negocios, encarece su operación, pero hace el deleite de inspectores y jefes.
Las autoridades dicen que las inspecciones se deciden de manera aleatoria, pero en el caso del restaurante Las Mercedes en la capital del país se han recibido ocho inspecciones en los últimos cinco años. La primera ocurrió el 16 de julio de 2014; el inspector pidió ocho mil pesos para pasar la revisión “rápido y bien”. La negativa a ceder a la extorsión se expresó en un acta de 22 páginas con 90 observaciones que fueron respondidas en tiempo y forma, pero de allí siguieron muchas otras inspecciones sufriendo en cada una los criterios cambiantes de los inspectores asignados.
Para responder al acoso, a finales de 2018, la empresa presentó una denuncia ante el área de quejas de la dependencia, que respondió que no había indicios de hostigamiento: siete órdenes de inspección, para ese entonces, suscritas todas por el director jurídico de la delegación de la STPS en la Ciudad de México, Joaquín Godínez Somera, eran supuestamente el resultado de la suerte (la STPS tiene 550 inspectores para todo el país y solo en la Ciudad de México hay decenas de miles de negocios “observables”). Como diría el ínclito Vicente Fox: ¿por pura mala suerte? ¡que se los crea su abuela!
Soy mal pensado. Creo que el funcionario que ordenó la primera inspección, todavía en los días en que Alfonso Navarrete Prida era el secretario, reaccionó con dureza y ante la negativa a aceptar la extorsión pudo haber pensado: “¡Cómo que no le entran! Ya veremos…” Y, a partir de entonces, ha seguido ordenando inspección tras inspección; la más reciente, el 28 de enero pasado. En estos días de la 4T, Joaquín Godínez Somera se mantiene en su puesto.
Como es de suponerse, Las Mercedes ha requerido contratar los servicios de un abogado y de varios expertos (algunos antiguos servidores públicos de la misma dependencia) para dar respuesta y cumplimiento a las exigencias que señalan las actas y a los múltiples estudios que prescriben normas que parecen destinadas a fábricas o fundiciones, no a restaurantes. El costo de la asesoría jurídica y de los expertos es superior a la “mordida” que pedía el inspector, y los costos de los estudios tan absurdos, como un “estudio de iluminación”, han costado muchos miles de pesos.
En nuestro país, la mayoría de los negocios pequeños y medianos está sujeta a los manejos de esos parásitos que aprovechan una densa y muchas veces incumplible red de normas para extorsionar. Vale la pena citar a Armando Aguirre, el célebre Catón:
Yo tengo la impresión de que en México hay demasiadas leyes, y una abundancia aún mayor de reglamentos. Con ellos se topa el infeliz mortal que quiere invertir en un negocio. Por pequeño que sea el empresario se ve de inmediato metido en un laberinto de inacabables trámites; debe cumplir mil requisitos, pedir 2 mil permisos, allanar 3 mil dificultades y lo peor —todavía aunque se niegue— dar mil moches, que es otro nombre que recibe la mordida. La legislación mexicana parece estar hecha con el deliberado propósito de impedir la creación de nuevas fuentes de trabajo. El empresario o inversionista es considerado enemigo del pueblo; se le limita con toda suerte de restricciones, se le imponen estorbos que a cualquiera desaniman... (“Laberinto legal”, Reforma, 16 de octubre, 2019).
Presidente de Grupo Consultor
Interdisciplinario. @alfonsozarate