En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.
Artículo 129 constitucional.
Paso a paso, pero con prisa, el presidente López Obrador le ha ido entregando a las fuerzas armadas porciones suculentas de poder y negocios. Entre lo más reciente, anunciar que el Tren Maya será patrimonio militar y que la Secretaría de la Defensa Nacional no solo tendrá a su cargo la construcción de tramos, sino también la operación, y que las utilidades que rinda contribuirán a financiar las pensiones de marinos y soldados.
El director de Fonatur, Rogelio Jiménez Pons, lo celebra: “qué mejor que el Ejército se encargue de este negocio; nos garantiza muchas cosas y, particularmente, que no se privatice”. El viernes 19 de marzo, López Obrador anunció que para evitar que se quiera privatizar el ferrocarril del Istmo de Tehuantepec o los puertos, escriturará toda la infraestructura a nombre de la Secretaría de Marina y de los gobiernos de Tabasco, Chiapas, Veracruz y Oaxaca.
Detrás de esta compulsión por militarizar franjas cada vez más importantes de la administración pública (el aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya, las obras del Banco de Bienestar, puertos y aduanas y la seguridad pública) está la idea de López Obrador de que los soldados están hechos de una pasta distinta, que son incorruptibles, ignorando que, más allá de su desempeño ejemplar ante los desastres naturales, hay episodios que permanecen en la memoria colectiva.
Para no ir hasta 1920, año del levantamiento armado contra el presidente constitucional, y el posterior asesinato de Venustiano Carranza, baste recordar el papel del Ejército en la represión de movimientos sociales de maestros, ferrocarrileros, estudiantes y campesinos; el asesinato de Rubén Jaramillo, su esposa embarazada y sus hijos; el crimen del 2 de octubre de 1968; y la colusión que se ha probado entre militares y narcos (como el caso del general Jesús Gutiérrez Rebollo o la traición de los “gafes” que se convirtieron en el cártel más sanguinario, Los Zetas).
Llevó muchos años lograr la institucionalización de las fuerzas armadas. En su obra Los militares y la política en México, Guillermo Boils detalla este proceso que incluyó la alfabetización de la tropa, la rotación de mandos, la creación de escuelas militares y la reforma a la Ley Orgánica del Ejército; aunque también jugaron la corrupción y la violencia: muchos generales fueron sometidos a través de jugosas concesiones, otros fueron eliminados.
Lo que hoy está en curso —la militarización de franjas relevantes de la vida pública— va en sentido contrario a los esfuerzos que se dieron para lograr la preeminencia del poder civil. Se trata de entregarle a las fuerzas armadas, sin medir riesgos, atribuciones que nada tienen que ver con su naturaleza y que los exponen a la contaminación o al desprestigio. ¿Por qué? ¿Por qué entregarse a sus brazos luego de años de recelo y censura? ¿Para comprar su lealtad? ¿Para que las fuerzas armadas se conviertan en garantes de la Cuarta Transformación y, a un tiempo, disuadan las previsibles resistencias de los opositores?
@alfonsozarate