Una de las claves que explican la prolongada estabilidad del sistema político mexicano es la institucionalización de las fuerzas armadas. Fueron muy diversos los medios utilizados por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles —algunos, civilizados; otros, no tanto— para suprimir los ánimos levantiscos de los caciques militares.

Las medidas institucionales incluyeron: la alfabetización de la tropa, la creación de escuelas militares (la Superior de Guerra, la de Aviación, la Médico Militar, entre otras), la rotación de los mandos y la promulgación de ordenamientos como la Ley Orgánica del Ejército y la Marina, la Ley de Ascensos y Recompensas y la Ley de Disciplina Militar.

La corrupción jugó un papel central en ese proceso. Lo ilustra la frase de Obregón: “No hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”. La entrega de jugosas concesiones apaciguó a muchos generales.

En la formación de un ejército profesional también jugó su parte la violencia. Rebeliones como la delahuertista, en las postrimerías del régimen de Obregón, o la escobarista durante el gobierno de Emilio Portes Gil, llevaron a la eliminación física o política de prestigiados militares, y sentaron un precedente que inhibiría a potenciales rebeldes. En uno de sus libros, Luis Spota puso en voz del general Marcelino Ku las alternativas que ofrecía a sus enemigos: “El destierro, el encierro o el entierro”.

Con López Obrador los militares han transitado de la denostación durante sus largos años de campaña, al protagonismo: hoy tienen a su cargo algunos de los proyectos magnos del gobierno: el aeropuerto de Santa Lucía, el grueso de la Guardia Nacional, la dirección de aduanas y puertos...

Sin embargo, toda la lógica militar ha entrado en tensión a partir de decisiones cuestionables como la designación de Alfonso Durazo —un burócrata especializado en llevar la agenda de su jefe— como secretario de Seguridad Pública y, en consecuencia, coordinador del gabinete de seguridad. Por otra parte, el diseño de una estrategia sin pies ni cabeza para encarar el desbordamiento criminal. El presidente de la República tiene la convicción de que no se puede combatir la violencia con la violencia, y ha ordenado a los soldados que resistan estoicamente ante la humillación y el escarnio.

Las imágenes de soldados maltratados, despojados de sus armas y dominados por gente de las comunidades (algunas protectoras del huachicoleo o del saqueo a los trenes y a transportes públicos) tenían que calar en las fuerzas armadas. Hasta ahora, su irritación se ha expresado, sobre todo, de manera casi clandestina —se difunden textos anónimos en las redes sociales que suscriben supuestos o reales militares—, y no podría ser de otra forma; los soldados tienen un estricto código que los obliga a callar y obedecer. Sin embargo, el discurso del general en retiro Carlos Gaytán Ochoa, en un desayuno con altos mandos que tuvo lugar el pasado 22 de octubre, muestra el enojo en la jerarquía militar: “Nos preocupa el México de hoy. Nos sentimos agraviados como mexicanos y ofendidos como soldados.”

No es una buena noticia que la inconformidad aflore en una institución cuya lealtad a la Constitución y a las instituciones está a toda prueba. Pero su contenido más profundo no debe ser asumido como una advertencia sino como un llamado enérgico al Presidente de la República, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, a escuchar otras voces, a rectificar lo que no funciona y a usar su enorme legitimidad para unir, no dividir, a todos los sectores sociales, condición para trabajar por un México de bienestar para todos.

Posdata

El país está de rodillas ante asesinos despiadados dueños de anchas franjas del territorio nacional, y nada parece conmover a nuestros gobernantes. ¿“Abrazos, no balazos”? Díganle eso a los padres que han perdido a sus hijos, a los hijos que han quedado en la orfandad… El infierno.



Presidente de GCI.
@alfonsozarate

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