En los años recientes, irrupciones de violencia social han trastocado la tranquilidad en diversas partes del mundo, lo mismo en París, que en Hong Kong, Santiago de Chile o Quito. Las razones para esa indignación han sido diversas: la marginación de unos grupos en una sociedad opulenta, reclamos democráticos, impuestos impopulares, el incremento en los precio de los combustibles y los transportes públicos o la carestía de la vida. Pero un denominador común han sido los cuestionamientos al aparato gubernamental por su incapacidad para dar respuestas a sus reclamos.
El hartazgo se potencia y se vuelve atropellado porque no existen instancias que medien, procesen y gestionen las demandas sociales. O si existen, son desbordadas o ignoradas. Los partidos pierden credibilidad (las encuestas los ubican, junto con las policías, en los más bajos niveles de aprobación) y entonces lo que irrumpe es el espontaneísmo y la indignación social se expresa como una violencia anárquica.
En México, hasta ahora esos arrebatos se han reducido a núcleos absolutamente marginales de muchachos que se autodefinen como anarquistas y que encapuchados se infiltran en las marchas de protesta para desplegar su furia contra los comercios, las sucursales bancarias y los monumentos históricos. Es una violencia que expresa la catarsis o el desahogo de los perpetradores.
Pero hay, al menos, dos ingredientes que pueden detonar en el corto plazo la violencia social. El primero tiene que ver con la decisión del presidente de transferir cuantiosos recursos públicos hacia los más desfavorecidos: las pensiones para los mayores de 65 años, los discapacitados y los jóvenes estudiantes. La paradoja es que políticas públicas que se proponen aliviar las duras condiciones de esos grupos sociales puedan convertirse en factores que disparen expresiones de violencia colectiva.
Entre los estudios del cambio social (las revoluciones como su expresión más dramática) hay un acercamiento, el “enfoque histórico” de Lyford Edwards, más tarde recuperado por Crane Brinton, que encuentra como uno de los factores disparadores de la violencia social “la ruptura de expectativas”: franjas sociales que estaban experimentando una mejoría en sus condiciones de vida, sufren un freno súbito; la frustración y el enojo los lleva a la rebelión.
Al presidente López Obrador su intuición le advierte del riesgo que conllevaría la interrupción de sus programas sociales, de hecho lo dijo así hace unos días en su conferencia ante los medios, cuando al rechazar la propuesta del CCE de posponer los pagos de algunos impuestos, de luz y agua y del seguro social, exclamó: “¡Imagínense! posponemos el cobro de impuestos y nos quedamos sin presupuesto y no estaríamos otorgando los créditos a los pequeños empresarios, a las empresas familiares ni ayudando a los pobres, entonces si se nos viene un estallido social”.
Hasta ahora, para fondear esos programas no han sido suficientes los ahorros del combate a la corrupción, por eso ha decidido desaparecer organismos y fideicomisos, imponer una austeridad draconiana en el gobierno y recurrir a fondos que estaban destinados a emergencias, pero ¿qué hará cuando ya no tenga de dónde sacar para mantener programas que ahora ya están en la Constitución? Frenar los apoyos sociales, como lo advierte, puede detonar violentas protestas.
El segundo ingrediente que podría derivar en una inusitada violencia social —no desvinculado del anterior—, se explicaría por uno de los efectos no deseados de la pandemia: una severa crisis de las finanzas públicas acentuada por la caída en el turismo y en los precios del petróleo y el cierre, en muchos casos definitivo, de cientos de miles de negocios y su corolario, el despido de alrededor de dos millones de personas solo en el sector formal de la economía, más la desesperación de quienes se ubican en la economía informal, más acostumbrados a enfrentarse cuerpo a cuerpo con inspectores y policías.
¿Cuáles serían las reacciones de esos jefes de familia que se quedaran en la calle y no tuvieran con qué darle a sus parejas e hijos lo indispensable? En la mayoría de los casos sus ingresos les alcanzan apenas para vivir al día, entonces las opciones se angostan: amarrarse el cinturón o salir a robar, primero alimentos (el saqueo de los súper mercados), ¿pero después?
Es probable que el grueso de los afectados resista estoicamente la adversidad, la resignación es un rasgo de su cultura, pero también es muy probable que crezcan los trastornos mentales (histerias y depresiones) que dañarán aún mas las estructuras familiares y sociales… o que irrumpa una violencia colectiva que produzca severos desarreglos. El huevo de la serpiente de esta crisis múltiple.
Presidente de GCI.
@alfonsozarate