En la lógica presidencial siempre los culpables son los otros y sus razonamientos son aceptados por sus feligreses como la verdad revelada: no puede avanzar más rápido porque heredó un mugrero; lo que en los adversarios es corrupción y soborno (el dinero ilegal para campañas), en el caso de los suyos (Pío, su hermano), son contribuciones del pueblo para una causa noble; para gobernar lo único que se necesita es honestidad, la experiencia y la preparación son secundarios, etc.
La aprobación al presidente se explica, en gran medida, por sus programas sociales. El asistencialismo gubernamental modifica el comportamiento electoral de los beneficiarios. Y en el caso mexicano, hay toda una estrategia para asociar la entrega de los apoyos (suman 23 millones los beneficiarios de distintos programas) al culto a la personalidad del presidente. Los “servidores de la Nación” llevaban chalecos con la imagen del presidente y anunciaban que el apoyo se los enviaba el presidente.
Los programas sociales —cuya viabilidad financiera está en riesgo ahora que se acabaron los “guardaditos”— responden también a una lógica electoral, sus operadores levantan datos para un padrón que podrá utilizarse para la movilización a las urnas. No se trata de sacarlos de la pobreza sino de mantenerlos en ella, para que sobrevivan dependiendo de la “generosidad” del Presidente.
Otro factor que incide en la aprobación presidencial es la presencia de un sedimento nacional-populista en la cultura de anchas franjas sociales; sentimientos que se cultivaron desde la escuela pública, el cine y el arte de la post-revolución, que explican la pobreza por los abusos de los ricos y que mantiene una desconfianza hacia lo extranjero. Y el discurso del presidente de condena a los ricos y desconfianza a los extranjeros alimenta esos rencores. No importa que sus nuevos amigos antes hayan sido parte de esa “minoría rapaz”.
La exhibición de los excesos de la clase gobernante generó un enorme enojo colectivo, por eso el compromiso irrealizable del candidato López Obrador de acabar con la corrupción prendió en millones de mexicanos y todos los días se alimenta con el discurso en las “mañaneras” y con nuevas revelaciones. El avión presidencial es un emblema de esos excesos y las imputaciones de Emilio Lozoya fueron muy útiles, hasta que aparecieron los videos de Pío.
Pero no puede desestimarse otros ingredientes. Por una parte, que en este tiempo hay un solo actor en el escenario y una sola narrativa y, por la otra, la ausencia de oposiciones, no hay del otro lado de la acera, liderazgos capaces de encabezar alternativas lúcidas y creíbles.
Quizás la mezcla de esos ingredientes contribuya a explicar por qué en medio de una crisis de grandes proporciones se mantienen elevados niveles de aprobación presidencial. Porque quienes lo defienden con todo y contra todo, no califican una realidad cada vez más adversa, sino su percepción de esa realidad y ésa es la que les ofrece el Presidente.