La popularidad no califica la eficacia. Reprobado en seguridad, en el manejo de la pandemia, en la recuperación económica, en el combate a la corrupción... el Presidente presume los índices de aprobación que muestran las encuestas. Pero no le basta, por eso empuja una consulta absurda (la revocación de mandato) que, de realizarse, distraerá enormes recursos tan necesarios para atender las verdaderas necesidades y que servirá para la autocelebración.
El hombre que no quería ser Presidente sigue siendo un activista, candidato ad perpetuam; así se explica su teatralidad, su discurso confrontador y sus denuncias por las corruptelas reales o inventadas de quienes gobernaron y sus socios, que no llevan a nada, ni se investigan ni se judicializan. Pero le sirven para el script porque él sigue en campaña.
A diferencia del opositor político, el jefe de Estado está obligado a unir, a convocar a todos, a construir acuerdos. Pero López Obrador no oculta sus resentimientos y todos los días intimida y desata sus burlas y su violencia verbal contra quienes se apartan del coro.
Su discurso simple, se elabora a partir de añejos sedimentos ideológicos que están presentes en la memoria colectiva, sobre todo de las clases bajas con precaria instrucción: la superchería (las “limpias” y el Detente) del que se decía juarista; un disque orgullo por el pasado indígena en un país que discrimina por parecer indígena; un resentimiento hacia los conquistadores que aprovecharon el hartazgo de otros pueblos vecinos ante la crueldad de los aztecas.
Pero también forma parte de esa narrativa un sentimiento de repudio hacia los ricos y los extranjeros, y a sus seguidores no los perturba la contradicción de tener a algunos de los empresarios a los que calificaba como una minoría rapaz, entre sus amigos y beneficiarios de los más jugosos contratos y concesiones.
Con abierto maniqueísmo, ubica todos los males a partir del neoliberalismo y pasa por alto toda una historia de corrupción y autoritarismo de casi todos los gobiernos de la post revolución.
López Obrador llega al absurdo de decir que solo en la pobreza se puede ser feliz. Pero no la propia, sino la de los otros. Suertudos él y sus hijos que han sido favorecidos por herencias: una finca de más de 13 mil metros cuadrados en Palenque y otra propiedad de 52 hectáreas en Tabasco.
Al presidente López Obrador no le interesa gobernar. Sus juntas diarias con el gabinete de seguridad, sus conferencias mañaneras (un ejercicio de propaganda burda, pero eficaz) y sus recorridos por el país no se traducen en decisiones y acciones de gobierno; solo se trata de un activismo indispensable para recibir la cercanía y el amor del pueblo cultivado con becas y pensiones.
Es un autócrata al que le incomodan los contrapesos democráticos. Si pudiera ya los hubiera secuestrado o desaparecido a todos.
Posdata
El autohomenaje de ayer fue solo un episodio más de esa historia en construcción: “Yo y el pueblo”. La consagración del hombre que no quería ser presidente.