En el servicio exterior hay dos clases de embajadores: de carrera y a la carrera. Los embajadores y, sobre todo, los de las potencias, suelen cumplir con su tarea esencial —la defensa de los intereses nacionales de su país— con eficacia e incluso, si lo creen necesario, con rudeza, para eso son potencia.

Se dice que cuando alguien describió a Anastasio Somoza, dictador de Nicaragua, como un hijo de puta, Cordell Hull, secretario de Estado de Roosevelt, reaccionó: “Sí, pero es nuestro hijo de puta”. Somoza era una pieza eficaz para contener al comunismo y favorecer los intereses norteamericanos.

Por eso parecería una buena noticia que Ken Salazar, un embajador a la carrera, no fuera un halcón, sino un personaje de buenas maneras, con ascendencia mexicana y guadalupano. La paradoja es que en un país con fuertes sentimientos antinorteamericanos, sectores importantes de la economía y la política quisieran que el representante diplomático de Estados Unidos pudiera contener al presidente López Obrador, porque ante un gobernante arbitrario que no tiene contrapesos institucionales, solo quedaban dos factores de equilibrio: la realidad y los intereses estadounidenses. Sin embargo, toparse con la realidad no ha servido a un hombre que construye en su mente una realidad alterna.

Entonces se esperaba que el embajador Salazar lo persuadiera de modificar su estrategia de seguridad, que fortaleciera los mecanismos de cooperación con las agencias norteamericanas; le pedían, también, que evitara el manejo caprichoso de las reglas del juego para la inversión y que, si fuera necesario, utilizara, como Trump, algún medio de “persuasión”. Pero Salazar ha optado por callar ante las provocaciones de Andrés Manuel (la más reciente, su idea de desmontar la estatua de la libertad en Nueva York), y el propio New York Times, con fuentes de alto nivel en la Casa Blanca y el Departamento de Estado, ha expresado el asombro ante el extraño desempeño del embajador.

Pero si Salazar es el americano feo, el contraste lo ofrece John Gavin, un diplomático apuesto, de ascendencia mexicana que llegó a México en 1981, cuando iniciaba el gobierno de Miguel de la Madrid y se imponía el neoliberalismo. En su ensayo: “John Gavin, actor y diplomático”, el embajador Miguel Ruiz Cabañas analiza la gestión de Gavin. En esos años, ante el conflicto en Centroamérica, el canciller Bernardo Sepúlveda había creado el Grupo Contadora, una iniciativa para contener el desbordamiento de la crisis, lo que resultaba muy irritante para el gobierno de Reagan.

El desempeño de Gavin se caracterizó por su estridencia y por sus intentos de hacerle manita de puerco al gobierno lamadridiano: pensaba que México debía avanzar hacia un bipartidismo al estilo americano, en este caso PRI-PAN. La Operación Intercepción, en el contexto del secuestro del agente de la DEA, Enrique Camarena, mostró el nivel de tensión que había alcanzado la relación bilateral.

En estos días, en Washington, un presidente que se la pasa cucando a los norteamericanos, le ofrece al presidente Biden clases de historia de Estados Unidos, en el marco de una visita con escaso protocolo y menos sustancia. Parece que los días del americano feo están contados.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
 @alfonsozarate