Las grabaciones que se conocen sobre la manera en que el sábado pasado cuatro policías de Tulum, Quintana Roo, inmovilizaron y asesinaron a la migrante salvadoreña Victoria Salazar, dejan muchas lecciones, todas perturbadoras.
Por una parte, exhiben la falta de profesionalismo que prevalece en la mayoría de las corporaciones policiales de nuestro país. Las condiciones de reclutamiento, los bajos ingresos, los agobiantes sistemas de trabajo y las directrices que reciben de sus superiores, explican en gran medida su escasa preparación, cuyas consecuencias pueden ser mortales.
De ese crimen, la responsabilidad directa recae en cuatro policías, pero más allá está la de sus mandos y de los directores o secretarios de seguridad pública que no están cumpliendo su encomienda, simplemente simulan.
Nuestra policía nació como un instrumento de control social y no como una institución para servir y proteger a la comunidad, de allí la contradicción entre el uso abusivo de la fuerza ante personas indefensas y la parálisis y el miedo ante los verdaderos delincuentes.
En muchos municipios la policía está infiltrada por el crimen, hechos dramáticos como los ocurridos hace unos años en Boca del Río o en Tierra Blanca, Veracruz y en Guadalajara, Jalisco, donde policías entregaron a ciudadanos a los criminales, contribuyen a explicar los niveles de violencia e impunidad que prevalecen en el país.
Al propio tiempo, los policías son los parias del sistema de procuración de justicia. Ser policía en este país, dice María Elena Morera, es laborar en el olvido: “El 18 de marzo —detalla— fueron asesinados 13 policías en una emboscada en Coatepec Harinas, Estado de México. Tan solo dos días después, asesinaron a tres policías de investigación de la Fiscalía General de la República en el estado de Guanajuato”, y mientras el maltrato institucional y social a los policías es una constante, muchos siguen muriendo en el cumplimiento de su deber.
Pero los hechos de Tulum reclaman, igualmente, analizar las respuestas sociales. Lo mismo de quienes circulaban en bicicleta y que ni siquiera volvieron la vista hacia ese punto, que de quienes están grabando la escena con sus teléfonos celulares o los curiosos que se limitan a observar; no hay en ellos el menor intento de intervenir para impedir el atropello contra una mujer. Lo que muestran esos comportamientos es la enorme insensibilidad social ante la violencia, el valemadrismo.
También está allí el clasismo, sería inaudito que esos mismos policías le hubieran dado un trato semejante a alguien cuya fisonomía y manera de vestir implicara un alto estatus económico o político. La paradoja es que esos mismos policías provienen de los estratos sociales más bajos.
Hechos como este también subrayan el error del gobierno de convertir a las fuerzas armadas en responsables casi únicas de la seguridad pública, porque tiene como uno de sus efectos perversos abandonar el proyecto de construir la seguridad pública desde la base, es decir, como lo proponía Ignacio Morales Lechuga hace 35 años: profesionalizar, modernizar y moralizar a las corporaciones policiales.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate