El 30 de mayo de 1984, por la tarde, una noticia corrió como pólvora y sacudió a los noticieros y a la sociedad informada: Manuel Buendía Téllez Girón, el columnista más influyente de entonces, había sido asesinado. El crimen ocurrió a plena luz del día en la avenida de los Insurgentes y a unos pasos de Reforma.

Red Privada, la columna de Buendía, era una lectura obligada para la clase política, con su olfato de reportero, su valentía, su cultura y su capacidad deductiva, Buendía investigaba, denunciaba y revelaba lo mismo los crímenes de la ultra derecha, que las operaciones clandestinas de la CIA en México, las desviaciones del alto clero católico o las trapacerías de la mafia enquistada en el sindicato petrolero.

Alguna vez don Manuel me dijo que muchas veces no había necesitado salir de su oficina para encontrar las claves de un hecho político, lo ilustraba así: un día aparecía una nota en la sección de los estados de un diario nacional: había sido interceptado en la frontera norte un cargamento de armas con destino a alguna población del estado de Michoacán. A don Manuel le parecía que era la pieza de un rompecabezas; pasado un tiempo, de pronto aparecía otra pieza y luego otra más y así hasta que, sin tener el rompecabezas armado por completo, podía discurrir la trama.

En un tiempo —como hoy en día— en el que muchos columnistas se dejaban apapachar por la clase gobernante (algunos llegaban a recibir concesiones para gasolineras) y tenían muchas formas de vender su silencio, Buendía vivía con la modestia de la clase media.

El autor de Red Privada vivía amenazado, por eso no seguía rutinas: no salía ni regresaba siempre a su domicilio a la misma hora ni por la misma ruta; nunca iba a una cantina por temor de que lo mataran de un botellazo y dijeran que se había tratado de un pleito de borrachos. Hubo un tiempo en el que aprendió a abrir la puerta de su casa con la mano izquierda, mientras con la derecha sujetaba su pistola, lo había amenazado de muerte el cacique guerrerense Rubén Figueroa Figueroa y lo tomó en serio.

Tenía miedo, pero el miedo no lo paralizaba. En los días previos a su muerte le seguía la pista a la vida secreta de monseñor Guillermo Schulemburg, entonces abad de la Basílica de Guadalupe: su riqueza, sus amores clandestinos y también a los vínculos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) con el narcotráfico. El asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena, ocurrido unos meses más tarde, confirmó la protección que el cartel de Guadalajara recibía de la DFS.

Hoy los periodistas asesinados se cuentan por decenas. Transcurridos 40 años de la ejecución de Manuel Buendía, México es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo, sí, esto ocurre en el mismo país que según dice el Presidente, “vive un momento estelar en su historia”.

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