En México cada tres y seis años se renuevan los poderes Legislativo y Ejecutivo de todos los órdenes de gobierno. Esto significa que hay elecciones periódicas en las que solo deben participar los partidos políticos y la sociedad civil. En el caso de los servidores públicos, dentro de los que se encuentran nuestros gobernantes, tienen prohibido utilizar los recursos públicos a su disposición para influir en contienda por los puestos de elección popular, en términos de lo previsto por el artículo 134 constitucional.
Sin embargo, uno de los problemas que enfrentamos cada vez que hay elecciones es la violación de los principios y normas que establece nuestra Carta Magna, así como de las leyes y reglas de los procesos electorales. Es increíble el número de conflictos que se suscitan a pesar de que, en una democracia, rige el principio de la mayoría: gana el candidato que obtuvo el mayor número de votos, así de simple.
Todavía estamos lejos de alcanzar un nivel razonable de cultura de la legalidad. No hay un solo periodo de renovación de poderes donde no existan casos de compra de votos, acarreo de votantes, utilización de recursos públicos de forma indebida, entre otros. Persiste, de alguna forma y en alguna medida, el fenómeno de la trampa y la corrupción. Y por si esto fuera poco, se agregan los casos de competidores que no reconocen la derrota e impugnan los resultados sin ninguna posibilidad de revertir la elección.
Ante este escenario, resultan fundamentales dos instituciones que la propia Constitución establece para organizar y vigilar los procesos electorales, así como para resolver los conflictos que se sucinten: el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF).
La semana pasada el Presidente de la República, en relación a una resolución del Tribunal Electoral declaró: “¿Qué autoridad moral tienen estos señores?... ¿Cómo se atreven? Si fuera gente con principios e ideales deberían estar renunciado, ofreciendo disculpas y renunciando”.
Los magistrados que integran el TEPJF tienen la obligación de garantizar los principios de constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales, incluidos los relativos a los procesos de consulta popular y de revocación de mandato. También deben proteger los derechos políticos de los ciudadanos de votar, ser votados y de asociación. Y lo más importante es que sus determinaciones son definitivas.
Naturalmente, las resoluciones de este tribunal pueden ser criticadas o rechazadas. Incluso pueden ser debatidas porque al resolverse los asuntos colegiadamente, por los siete magistrados que integran la Sala Superior del TEPJF, son igualmente válidas las dos visiones en contradicción que terminan definiéndose, en ocasiones, por la diferencia de un voto. Sin embargo, la gobernabilidad de nuestro país descansa en una sola idea: la Constitución es la Ley Suprema.
Y es justamente la Constitución la que establece que uno de los Poderes del Estado, el Poder Judicial, dentro del que se encuentra el TEPJF es el encargado de resolver en definitiva los conflictos de naturaleza electoral. Ahí radica el principio de separación de poderes. Por tanto, el problema con respecto al TEPJF no radica en su legitimidad o autoridad, sino en su capacidad para hacer cumplir la ley. La cuestión es clara: ¿las autoridades electorales lograrán hacer cumplir el texto constitucional que establece que la duración de las campañas en el año de elecciones para Presidente de la República, senadores y diputados federales será de noventa días y que en ningún caso las precampañas excederán las dos terceras partes del tiempo previsto para las campañas electorales?
Académico de la UNAM