En la semana en que se celebra el Día Mundial de la Democracia, cabe preguntarse: ¿goza de buena salud esta forma de gobierno considerada ampliamente como la mejor vía para respetar la voluntad popular, el estado de derecho y una división de poderes que controle los abusos autoritarios?
Los datos son poco alentadores. La ONG Freedom House muestra en su último informe que el número de países libres aumentó de 40 en 1975 a 88 en 1998, es decir de 25% a un 46% del total de países del mundo. Sin embargo, desde entonces la tendencia se revirtió y los países libres han disminuido hasta 84 durante este siglo, lo que representa un 43%. Algunos autores se refieren a este deterioro como “regresión democrática”, mientras que otros más pesimistas como Robert Battison hablan directamente del “fin de la democracia”.
No hay causas únicas ni sencillas para explicar esta tendencia. En algunos casos, los rasgos económicos y culturales han dificultado la adopción de la democracia para países en los que no estaba asentada en los años 90, como Corea del Norte o Irán. En otros, se produjo una transición solo formal gracias a la implementación del sufragio, pero en la práctica sobreviven actitudes, instituciones y poderes de corte autocrático, como en el caso de la Hungría de Viktor Orban.
Una tercera causa, incluso más relevante, es que los países en desarrollo perciben que la democracia en Occidente sufre una fuerte pérdida de credibilidad y legitimidad como modelo de gobierno a seguir. Las encuestas muestran que los ciudadanos de muchos países con democracias bien asentadas ven a sus gobiernos incapaces de resolver la desigualdad económica, ofrecer los servicios sociales mínimos o acabar con la corrupción.
A este punto se refiere Francis Fukuyama cuando afirma que “la legitimidad de muchas democracias de todo el mundo depende menos de la profundización de sus instituciones democráticas que de su capacidad de ofrecer una gobernanza de calidad”. ¿La ofrecen? No parece que la ciudadanía lo sienta así. Según la organización Carnegie Endowment for International Peace, las protestas alrededor del mundo han aumentado más del doble de 2017 a 2022, al tiempo que retrocedió la participación de los ciudadanos en procesos electorales.
Las consecuencias de estos fenómenos tienen largo alcance. El descontento social con las instituciones democráticas ha derivado por ejemplo en un mayor activismo de la sociedad civil y la creación de vías alternativas para resolver problemas sociales, como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca en España o TECHO en Chile. También ha provocado un aumento de la extrema derecha y de discursos populistas que pretenden una supuesta refundación de la democracia en torno a la unidad del líder y el pueblo basada en el desprestigio de los líderes políticos tradicionales.
Es importante que estos fenómenos no terminen por hacer que el modelo autoritario resulte más atractivo que el democrático para los países en desarrollo. Preocupa ver, por ejemplo, que la crisis económica de 2008 impactara en las democracias occidentales y en la credibilidad de proyectos como la integración europea y el libro comercio, mientras que China logra prosperidad económica sin necesidad de reformas democráticas y ofrece apoyo económico a países en desarrollo sin importar su sistema de gobierno.
En este contexto, ¿qué hacer? ¿Cómo evitar la “regresión democrática” y apuntalar la confianza de la sociedad en este modelo como el mejor sistema político? Un paso clave será reforzar mecanismos de gobernanza global que favorezcan la participación de todos los niveles de gestión, desde lo local a lo internacional. Otro, contar con gobiernos que involucren más a la sociedad civil mediante formas de participación más directas. El diálogo, el consenso y la implicación a todos los niveles deben ser una prioridad de las democracias para consolidarse como el sistema que mejor resuelve los problemas sociales y mayor bienestar social genera.
Colaborador académico en el Departamento de Sociedad, Política y Sostenibilidad de Esade Business School