Desde junio pasado, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que iría por tres grandes reformas constitucionales, se ha dado por sentado que una de ellas —la transferencia de la Guardia Nacional a la Sedena— sería aprobada sin mayores dificultades.
Se asume, no sin razón, que será muy difícil para los legisladores de oposición enfrentarse al poder concentrado de la popularidad presidencial y la elevada aprobación social de las Fuerzas Armadas. Asimismo, se piensa que los gobernadores de partidos distintos a Morena no van a querer antagonizar a los militares, de los cuales depende (o imaginan que depende) la seguridad de sus entidades.
Por último, no hay en este tema, como sí lo hay en la reforma eléctrica, grupos de interés potentes movilizándose para derrotar a la reforma. Ni internos ni externos: probablemente el gobierno de Estados Unidos —o al menos su aparato de seguridad e inteligencia— no ve con malos ojos el posible tránsito de la Guardia Nacional a la Sedena: tendrían así un poco focal para la cooperación con México.
Ese es el argumento, al menos. Pero yo tengo la sospecha de que el camino a la reforma puede resultar más accidentado de lo que se calcula en Palacio Nacional:
1. Por diseño, las tres grandes reformas propuestas por el presidente López Obrador están entrelazadas y fueron pensadas para aprobarse secuencialmente. En ese sentido, tanto los cambios en materia electoral como la reubicación de la Guardia Nacional dependen de lo que ocurra con la reforma eléctrica. Y esta se empieza a complicar: el PRI ya anunció que no va a negociar antes de las elecciones de junio. Después de esa fecha, el calendario se pone difícil. Tal vez intenten convocar a un periodo extraordinario en julio o agosto, pero no es seguro que la oposición colabore. Si se llega a septiembre y no hay reforma, el juego para el gobierno va a centrarse en salvar cara, no en reestructurar la industria eléctrica. Eso sería, por donde se le mire, una derrota para el presidente ¿Correría el riesgo de encajar otras en un año dominado por la sucesión? No estoy seguro.
2. El presidente se ha recargado en las Fuerzas Armadas para muchos de sus proyectos prioritarios (el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya, la propia Guardia Nacional, etc.). Desde su perspectiva, esto tiene varias ventajas: suplir a una burocracia civil en la que no confía, limitar las resistencias administrativas a las decisiones presidenciales, acelerar la ejecución del gasto, limitar la transparencia en el ejercicio de los recursos, construir un baluarte institucional para su legado, etc. Tiene, sin embargo, un costo obvio: las Fuerzas Armadas han dejado de ser vistas como una instancia neutral por los actores políticos de oposición (o por algunos de ellos, al menos). Crecientemente, son percibidas más como un integrante de la coalición gobernante que como una institución de Estado. Eso significa que su influencia con los partidos de oposición es probablemente menor a la que existía hace tres años.
3. El avance electoral de Morena y sus aliados desde 2018 ha tenido un efecto paradójico. Hay menos gobernadores de oposición y, en consecuencia, hay menos puntos de presión externa sobre el Congreso. La amenaza de limitar el apoyo militar a los gobiernos estatales si los legisladores no se pliegan a la voluntad presidencial se vuelve mucho menos potente cuando la mayoría de los gobiernos estatales son presididos por miembros de la coalición en el poder.
En consecuencia, tengo serias dudas de que la Guardia Nacional pase a la Sedena. Ya veremos en unos meses.
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