Esta semana, el presidente de la República presentó una iniciativa de reforma a la Ley de Seguridad Nacional, con el propósito de reglamentar la presencia y actuación en México de personal de agencias policiales extranjeras.
El asunto es un tanto esotérico y no ha generado mayor controversia en el país. En Estados Unidos, en los círculos políticos, administrativos e intelectuales donde se sigue a México, el proyecto se ha vuelto materia de discusión amplia.
En particular, la pregunta que se hacen los mexicanólogos estadounidenses es si esto debe ser tomado en serio y si es muestra de un endurecimiento de las posiciones del presidente López Obrador frente a Estados Unidos, particularmente en materia de seguridad.
No estoy muy seguro cuál es la respuesta correcta, pero van algunas reflexiones sobre el tema:
1. En su parte medular, la iniciativa hace tres cosas. En primer lugar, define como “agentes extranjeros” al personal de instituciones policiales y de cumplimiento de la ley de otros países que operen en México. Básicamente, esto está dirigido a agentes de la DEA, FBI, ICE y otras dependencias estadounidenses. En segundo lugar, el proyecto establece restricciones y requerimientos para esos agentes extranjeros. Por último, ubica a la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) como ventanilla única en el trato entre esos agentes extranjeros y dependencias mexicanas.
2. Tal como está redactado, el proyecto parece profundamente contraproducente para el Estado mexicano. La obligación que tendrían estos “agentes extranjeros” de compartir toda la información que recaben con la SRE y someter para aprobación de la Cancillería los contactos que tengan con funcionarios mexicanos va a tener como efecto que nadie se registre como “agente extranjero”, salvo algunos funcionarios de enlace traídos para la pantalla. El personal de la DEA o el FBI o ICE empezaría a operar bajo cobertura y el gobierno de México no tendría capacidad de contrainteligencia para evitar esa práctica (y menos, hacerlo sin provocar incidentes diplomáticos serios).
3. El daño no acabaría allí. La DEA tal vez comparta algo de la información sensible que recabe en México con la Marina o el Ejército o, incluso, la FGR, pero no lo va a hacer con personal de la Cancillería que no ha pasado por control de confianza. Además, si la interlocución es centralizada, van a percibir que el riesgo de filtraciones es enorme. El resultado va a ser parar en seco el intercambio de información, con impactos directos para las dependencias mexicanas del sector seguridad.
4. Esto no previene las peores formas de acción unilateral de la DEA y del aparato de inteligencia de Estados Unidos. En específico, no va a evitar que sigan interviniendo comunicaciones en México, como al parecer lo hicieron en el caso del general Salvador Cienfuegos. Dada la evolución tecnológica, no necesitan presencia en territorio nacional para alambrear teléfonos y computadoras en México. De hecho, dadas las restricciones que impondría la iniciativa del presidente López Obrador, es muy probable que incurran aún más en ese tipo de actos.
5. Por último, esta legislación va a antagonizar innecesariamente al aparato de seguridad e inteligencia de Estados Unidos, en un momento de transición política y cuando la relación ya había quedado lastimada por el caso Cienfuegos. Esto, en vez de abrir un espacio para una redefinición amplia de la relación de seguridad con Estados Unidos, nos va a meter en una lógica de fricciones continuas y recriminaciones mutuas.
En resumen, esta iniciativa no logra nada en concreto, salvo la catarsis de sacarle la lengua a la DEA. La cooperación con las agencias estadounidenses y los límites de su actuación en México son temas que se tienen que abordar, pero no metiendo al país en una confrontación que no puede ganar.
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