¿El gobierno federal está espiando a periodistas y opinadores críticos? Así lo aseguraron dos colegas en sendas columnas publicadas esta semana.
Esto motivó un airado desmentido del presidente Andrés Manuel López Obrador en la mañanera de ayer: “Nosotros tenemos principios, tenemos ideales, no somos como ellos ni como sus jefes. No vamos a espiar a nadie, nunca lo hemos hecho.”
No sé quién tenga la razón en esta controversia. A menudo, se atribuyen a los servicios de inteligencia milagros de otros santos. No hay un monopolio gubernamental de la tecnología y conocimientos requeridos para intervenir comunicaciones electrónicas e investigar a particulares. Y es cierto que por ahora no hay evidencia concreta del espionaje denunciado.
Pero un hecho es incontrovertible: el espionaje señalado puede no haber ocurrido, pero es enteramente posible que suceda. Diversas agencias del Estado mexicano –el CNI (antes CISEN), las unidades de inteligencia militar, la Guardia Nacional, la Fiscalía General de la República, las fiscalías de los estados, etc.– cuentan con la tecnología, el equipo y el personal para investigaciones a profundidad de particulares, incluyendo intervención de comunicaciones, seguimientos prolongados, acceso a datos personales, etc.
Ese aparato opera además con pocos controles internos y casi nula supervisión externa. Las agencias de inteligencia funcionan con niveles enormes de discrecionalidad. Las áreas de contraloría tienden a concentrarse en la fiscalización administrativa y no en tareas sustantivas.
Por su parte, el control legislativo en la materia es casi inexistente. La llamada Comisión Bicamaral de Seguridad Nacional no tiene dientes y su acceso a información reservada depende de la buena voluntad de los funcionarios involucrados. No hay, como en otros órganos legislativos en el mundo, comisiones de inteligencia con capacidades amplias de investigación.
Existe algo de control judicial sobre el aparato de inteligencia, pero básicamente limitado a la intervención de comunicaciones. Pero ese mecanismo tiene un límite obvio: los jueces solo pueden conocer las solicitudes formales que les hagan las agencias. Todo lo subterráneo no pasa por allí.
En esas circunstancias, con controles estructuralmente débiles sobre un aparato que necesariamente opera en secrecía, las prácticas abusivas son casi inevitables, aún con la mejor voluntad presidencial. Tal vez López Obrador sea sincero y no quiera espiar a sus adversarios, pero eso puede no aplicar para otros funcionarios del gobierno. Y esos otros funcionarios pueden mantener al presidente en la inopia por largo rato.
No basta entonces con las declaraciones de buena voluntad del presidente. Si se quisiera romper con el pasado, se tendría que estar promoviendo una reforma democrática de los servicios de inteligencia, incluyendo 1) una delimitación precisa del mandato legal de cada una de las agencias, 2) la creación de un servicio civil de carrera en las agencias (para que los oficiales de inteligencia puedan decir no cuando los políticos les pidan que violen la ley), y 3) un fortalecimiento de los controles internos y la supervisión externa.
Nada de lo anterior está siquiera en la agenda de la actual administración federal. El Cisen cambió de nombre y de adscripción administrativa: no ha habido más. Y de controles sobre la inteligencia militar, ni hablamos: ya ni siquiera tienen el contrapeso de la Policía Federal.
Hechos son amores. El presidente podrá jurar y perjurar que ya no se espía a opositores y críticos, pero los instrumentos para hacerlo siguen intactos. Lo demás es lo de menos.