A principios de esta semana, Florisel Ríos Delfín, alcaldesa del municipio de Jamapa, Veracruz, fue secuestrada y asesinada.
Este hecho terrible no cayó como sorpresa. El gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, admitió que la presidenta municipal había recibido amenazas de muerte y que se lo había comunicado al secretario de Gobierno del estado, Eric Cisneros. Al parecer, este le negó protección porque el esposo de la víctima presuntamente tiene denuncias penales y hay señalamientos de corrupción en la policía municipal.
La respuesta del gobernador no es muy afortunada (por decirlo gentilmente), pero no es atípica. Las autoridades en México no se toman en serio la violencia a la que están expuestos los políticos en el ámbito local.
No es poca. En 2018, no menos de 152 políticos fueron asesinados, según un recuento elaborado por la empresa de consultoría Etellekt. Entre las víctimas, se contaron candidatos, precandidatos, aspirantes, exfuncionarios, líderes de partidos, alcaldes y otros servidores públicos en activo. De acuerdo a otro recuento de la violencia en 2018, obra en este caso de Animal Político, el estado con más políticos asesinados fue Guerrero, seguido de Oaxaca y Puebla.
¿Qué explica esa violencia? Con toda probabilidad, no hay causa única. En algunos de esos casos, puede tratarse de violencia de origen sociopolítico, vinculada a la búsqueda de cargos, el control de recursos o los conflictos intra o intercomunitarios.
En otros casos, puede ser resultado de la interacción, a veces cooperativa y a veces conflictiva, entre actores políticos y los múltiples grupos armados irregulares (algunos con deriva criminal y otros no) que existen en el país.
Para esos grupos, los gobiernos municipales son fuente insustituible de información: ¿quién es dueño de qué cosa?, ¿quién quiere poner un nuevo negocio?, ¿quién pidió una licencia de construcción? Es decir, ¿quién es blanco potencial de extorsión, secuestro o robo?
Además, son proveedores de músculo: ¿para qué contratar sicarios si se puede obtener el control de la policía municipal (como en Iguala en 2014, por ejemplo)?
Por último, son fuente de ingreso. Hay muchos casos donde los gobiernos municipales han sido extorsionados directamente u obligados a dar contratos de obra pública o servicios (basura, por ejemplo) a empresas vinculadas a grupos armados.
En ese contexto, no es de extrañarse que los grupos armados busquen controlar a los gobiernos municipales. Y si para hacerlo hay que sobornar al alcalde o a otros funcionarios municipales o financiar sus campañas electorales, pues venga. Y cuando la plata no funciona o no es suficientemente convincente, viene el plomo. Mucho plomo.
Añádase a esto que la violencia en contra de políticos y funcionarios locales se queda casi siempre impune. Y súmese que ni los gobiernos estatales ni el gobierno federal tienen una estrategia para garantizar proactivamente la seguridad de políticos y funcionarios en el espacio municipal.
Dadas esas circunstancias, no sorprenden hechos como el sucedido esta semana en Jamapa, Veracruz. Y no va a ser sorpresa que el proceso electoral del año próximo –el más grande en la historia del país– se pinte de sangre.
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