En 2009, en medio de una escalada de violencia sin precedentes en Ciudad Juárez, un general del Ejército Mexicano soltó una frase trágicamente memorable. Ante la pregunta de un reportero sobre una serie de homicidios ocurridos en días previos, el militar respondió: “joven, no diga un muerto más. Diga un delincuente menos”.
Esa frase es un destilado casi perfecto de la idea de que las víctimas de homicidio (o muchas de ellas) de algún modo se merecían su destino, que el hecho de aparecer ejecutado es prueba de complicidad en alguna actividad delictiva y que la violencia letal no debería preocuparnos mayormente porque es un asunto “entre ellos” (es decir, entre miembros de la delincuencia, organizada o no).
Ese sentimiento es generalizado y cruza fronteras ideológicas y partidistas. Fue invocado en diversos momentos y ocasiones en el gobierno de Felipe Calderón. En 2016, el entonces gobernador de Sinaloa, Mario López Valdez, llevado al poder por una coalición opositora después de una larguísima trayectoria en el PRI, declaró lo siguiente: “tenemos dos delitos que nos hacen aparecer con mucho temor que es el de los homicidios dolosos, pero eso se circunscribe a gente que anda en actividades ilícitas, el 90 por ciento de los casos se da con la gente que anda en malos pasos”.
La semana pasada, tuvimos un nuevo ejemplo, ahora proveniente de Morena. El gobernador de Puebla, Miguel Barbosa, declaró lo siguiente: “ustedes ven a una persona ejecutada con nueve balazos, no tengan duda que esa persona asesinada se andaba portando mal, ¿verdad? Aunque parezca una tragedia y lo es.”
Esto abre una pregunta obvia: ¿cómo se puede tener tanta certeza? Una persona ejecutada con nueve balazos pudo haber sido un pequeño empresario que se negó a pagar piso a una banda delictiva o una víctima de un secuestro o un campesino involucrado en un conflicto de tierras ¿por qué el simple hecho de tener nueve balas en el cuerpo hace suponer que la víctima se “portaba mal” o “no andaba bien” o estaba metida en alguna actividad criminal?
Para llegar a esa conclusión, se tendría que pasar por un proceso de investigación criminal que dilucidara con evidencias el móvil del asesinato. Eso, desgraciadamente, es lo que no sucede en la mayoría de los casos. En 2018, las fiscalías del país contabilizaron 33,743 víctimas de homicidio doloso. Sin embargo, en ese mismo año, sólo obtuvieron 3600 sentencias condenatorias por ese delito. Eso significa que, con excepciones, los homicidios simple y sencillamente no se investigan.
La teoría de que “se matan entre ellos” sirve para ocultar esa notable incapacidad de las autoridades. Si el asunto es entre delincuentes, ¿qué más da si se investiga o no? Si la víctima andaba “en malos pasos”, ¿por qué el Estado habría que gastar recursos para hacerle justicia? Es una manera de decir que esos homicidios no cuentan y no se debe cuestionar a la autoridad por dejar en la impunidad esos delitos.
Pero eso tiene dos problemas obvios: 1) criminaliza sin evidencia alguna a las víctimas de un delito atroz, y 2) quita presión a las autoridades para construir capacidades de investigación criminal, garantizando más impunidad en el futuro.
Entonces, hay que acabar con la práctica. No más suposiciones sobre el móvil de un asesinato sin investigación de por medio, no más vilipendio a las víctimas por las circunstancias de un homicidio. Un asesinato es un asesinato, sea “entre ellos” o entre otros, y hay que tratarlo siempre con la gravedad del caso.
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