Cuando inició la invasión rusa a Ucrania , la mayoría de los especialistas se decantaban por el pesimismo: en 96 horas, el ejército de Putin tendría bajo control las principales ciudades ucranianas, el gobierno de ese país habría sido descabezado y se habría impuesto un régimen prorruso en Kiev. Todo rápido y sin mayores complicaciones.

Y aquí estamos siete semanas después, con las tropas rusas pasando las de Caín, habiendo sufrido una notable derrota en el norte de Ucrania, sin capacidad para tomar los principales centros urbanos, con la moral en los suelos, enfrentando problemas crecientes de suministro y, por supuesto, sin haber depuesto al gobierno del presidente Zelensky .

Este desenlace es producto de una notable (e inesperada, aunque no inesperable) incompetencia rusa. Las fuerzas armadas de Rusia son un reflejo perfecto del régimen brutal y cleptocrático que defienden. En un lugar donde todo se vende y todo depende de la lealtad al jefe máximo, no había razón para suponer que sus militares mostrarían grandes capacidades de conducción de una guerra .

Pero los desaciertos rusos no son toda la explicación. Las fuerzas ucranianas han hecho gala de inteligencia estratégica y sentido táctico. Han aprovechado cada error del adversario y se han puesto en posición para alcanzar una victoria contra una potencia mundial.

Nadie hubiera previsto esto en 2014, cuando los rusos le pasaron por encima a los ucranianos y se hicieron de Crimea casi sin pegar un tiro. ¿Qué cambió entonces? ¿Cómo pudo convertirse la Ucrania impotente de hace ocho años en la Ucrania indómita de estas semanas?

En primer lugar, nada concentra tanto la mente como una amenaza existencial. En países que viven bajo el espectro de la invasión extranjera y su destrucción como nación soberana, el margen de error se vuelve estrechísimo. Si han de sobrevivir, tienen que empezar a hacer muchas cosas bien. Ese es el caso de Corea del Sur o Taiwán . La agresión rusa de 2014 les recordó a los ucranianos que estaban en esa situación. Eso los llevó a modernizar sus fuerzas armadas. Para cuando sobrevino la invasión, estaban listos para enfrentarla.

En segundo lugar, un anclaje externo puede ser un acicate muy potente para la reforma interna. La ambición de Ucrania de acceder a la Unión Europea y la OTAN llevó al gobierno de ese país a impulsar transformaciones estructurales. Impulsaron reformas en sectores claves (servicios financieros, energía, salud), promovieron medidas de combate a la corrupción e iniciaron un proceso de cambio estructural de sus instituciones de seguridad y defensa. Esto los dejó mejor preparados para resistir el embate ruso.

Por último, los ucranianos descubrieron que tenían causa, que defender su independencia era defender a la democracia y la sociedad abierta, que estaban peleando por derechos y libertades. Eso se convirtió en un potente instrumento de movilización para defenderse de una agresión injustificada.

Esto deja lecciones para un país como México. Como he escrito en otras ocasiones, el ascenso del trumpismo en EU debería ser visto de este lado de la frontera como una amenaza existencial. No es tema menor que el expresidente Trump haya sugerido recientemente hacer con México lo que Putin ha hecho con Ucrania.

Asimismo, tendríamos que estar buscando anclas externas para nuestra transformación interna. Una podría ser, por ejemplo, una comisión internacional de combate a la impunidad en México, a la manera de la CICIG en Guatemala.

Y, por último, tenemos nosotros también que redescubrir el valor de la democracia como instrumento movilizador.

Necesitamos empezar a vernos en el espejo ucraniano.