En diciembre de 2017, días antes de volverse candidato presidencial de Morena, Andrés Manuel López Obrador soltó en Quechultenango, Guerrero, una declaración explosiva: “Vamos a hacer todo lo que se pueda, para que logremos la paz en el país. Que no haya violencia… Si es necesario… vamos a convocar a un diálogo para que se otorgue amnistía, siempre y cuando se cuente con el apoyo de las víctimas, los familiares de las víctimas. No descartamos el perdón.”
En ese momento, se interpretó la frase como evidencia de que el hoy presidente de la República estaba analizando la posibilidad de un arreglo político con grupos criminales. Yo tengo para mí que no tenía muy claras las implicaciones de lo que estaba proponiendo y que lo que soltó ese día era más intuición que propuesta concreta.
En los más de tres años que median desde esa declaración, la idea nunca ha acabado de bajar de la nube de la abstracción. En el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024, presentado durante el periodo de transición, se habló de “emprender un proceso de pacificación con las organizaciones delictivas y de adoptar modelos de justicia transicional que garanticen los derechos de las víctimas, esto es, de leyes especiales para poner fin a las confrontaciones armadas”. Para lograr ese objetivo, se proponía el establecimiento (“lo antes posible”) de un Consejo de Construcción de la Paz, el cual sería “una instancia de vinculación y articulación entre todas las instituciones y actores de
México y del extranjero que trabajen por la paz” y contribuiría a “articular las
iniciativas gubernamentales en esta materia”.
Sobra decir que el mentado consejo jamás se estableció, lo de la justicia transicional se quedó en gestos intrascendentes y la pacificación no pasó de ser slogan. A lo más que se llegó fue a una ley de amnistía con efectos tan minúsculos que son invisibles, la creación de una comisión de la verdad sobre el caso Ayotzinapa, con resultados menos que espectaculares (por decirlo de algún modo), y un fallidísimo intento de negociación política con algunos grupos criminales por parte de la Secretaría de Gobernación, desacreditado por el propio presidente López Obrador en una mañanera de agosto de 2019.
En resumen, la política de pacificación ya no fue y la declaración de Quechultenango se quedó en anécdota de campaña. Y creo que es una pena, a la luz de lo que hemos visto en estas semanas en Aguililla, Michoacán.
El conflicto eterno que se vive en esa región del país no parece tener salida por métodos convencionales. El gobierno no puede simplemente tolerar la presencia de grupos armados irregulares, operando a plena luz del día. Pero tampoco tiene los recursos ni el estómago para suprimirlos a sangre y fuego. Se requiere algún tipo de opción intermedia.
Se necesitaría un andamiaje legal para facilitar la desmovilización, el desarme y la reinserción de los grupos armados. Eso pasa por activar mecanismos de justicia transicional mucho más ambiciosos que los planteados hasta ahora. Y para ello, se requeriría más imaginación política y jurídica que la que ha mostrado hasta ahora el gobierno.
Michoacán vive una situación excepcional que requiere soluciones extraordinarias. Me temo que no las va a encontrar en el futuro próximo.
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