Hace una semana, en una zona de clase media alta de Zapopan, Jalisco, se armó una tremenda balacera que dejó un muerto, varios lesionados y un secuestro.
No fue el único incidente de alto impacto de los últimos días en la zona metropolitana de Guadalajara. El miércoles, hubo un tiroteo al interior de una casa en Tlaquepaque. El saldo fue de cinco muertos y un herido.
El remate llegó el viernes. Un hombre que hacía ejercicio en los alrededores del Estadio Akron (la casa de las Chivas de Guadalajara) encontró unas bolsas sospechosas. Eran 18 y contenían, según descubrieron posteriormente las autoridades, restos humanos.
Si a esto se añade el espectacular asesinato del exgobernador Aristóteles Sandoval en Puerto Vallarta hace dos meses, cabe la pregunta: ¿qué pasa en Jalisco?
La respuesta es nada muy nuevo. Jalisco ya lleva una larga temporada de alta violencia. Entre 2009 y 2018, la tasa de homicidio en el estado se cuadruplicó, al pasar de 9 a 36 por 100 mil habitantes, según datos del Inegi. En 2019 hubo una caída, pero a 30 por 100 mil habitantes, ligeramente arriba de la tasa nacional, y las cifras preliminares sugieren que la violencia homicida se mantuvo en un nivel similar en 2020.
Los homicidios no son la única forma de crimen que sufren los jaliscienses. De acuerdo a datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Urbana (ENSU), 38% de los hogares en Guadalajara tiene al menos un integrante que fue víctima de al menos un delito en el segundo semestre de 2020. Considerando a la zona metropolitana en su conjunto, el número equivalente fue 35%. El dato comparable en la zona metropolitana de Monterrey fue 20%.
El problema no es solo el nivel de victimización, sino la mezcla de delitos. En Guadalajara, Zapopan, Tlaquepaque y Tlajomulco el delito más frecuente es la extorsión, según la ENSU. El patrón se repite en Puerto Vallarta. Y si bien la mayor parte de esos casos es extorsión telefónica, hay un número no trivial de intentos de extorsión presencial (cobro de piso, por decirlo de manera coloquial).
A estos problemas de seguridad urbana, se añaden los enfrentamientos entre grupos que se han multiplicado en zonas rurales, particularmente en las zonas colindantes con Michoacán y Colima.
Este deterioro de las condiciones de seguridad en el principal estado del centro-occidente no tiene causa única ni es un fenómeno reciente. El problema es en parte por el ascenso del Cártel de Jalisco Nueva Generación, un grupo que surge de diversos afluentes criminales hace una década. No es, hasta donde se sabe, una organización monolítica, jerárquica y vertical, sino un conglomerado de grupos que a menudo entran en conflicto entre sí y contra bandas que operan fuera del ecosistema.
Pero la explicación no se puede detener allí. La presencia de ese tipo de grupos armados es el síntoma, no la enfermedad. El estado tiene pocas capacidades coercitivas: incluyendo policías estatales y municipales, Jalisco tiene aproximadamente 18 mil policías, similar a Nuevo León (16 mil), a pesar de tener 50% más población. Este débil estado de fuerza se ve más limitado, por un fenómeno importante de corrupción e intimidación y por una subinversión crónica en el sector.
En la actual administración se han hecho esfuerzos por revertir esta situación, en particular la construcción de una policía metropolitana en Guadalajara y sus municipios conurbados. Esto, sin embargo, es aún insuficiente para revertir un deterioro de la seguridad que lleva ya un buen tiempo.
En conclusión, el problema de Jalisco es similar al de México: muchos retos, pocos recursos. Mientras no cambie esa ecuación, es difícil pensar en una mejoría notable.