Esta semana, la crisis de seguridad en México adquirió una incómoda dimensión internacional. Tras la masacre de la familia LeBarón, víctimas con doble nacionalidad mexicana y estadounidense, el presidente Donald Trump ofreció abiertamente el uso de fuerza militar de Estados Unidos para “borrar a los cárteles de la faz de la Tierra”.
A su vez, diversos legisladores republicanos expresaron críticas feroces a la política de seguridad del presidente Andrés Manuel López Obrador. Tom Cotton, senador republicano por el estado de Arkansas, declaró que “la política de abrazos y no balazos…quizá pueda funcionar en un cuento de hadas”.
La cereza del pastel vino con un editorial institucional del Wall Street Journal, sentenciando que “si México no puede controlar su territorio, Estados Unidos tendrá que hacer más para proteger a los estadounidenses en ambos países de los cárteles… No se puede descartar una operación militar de EU”.
Aunque con Trump nada es imposible, probablemente no lleguemos a ese punto. Dudo que, a menos de un año de elecciones presidenciales, el gobierno de Estados Unidos quiera asumir la responsabilidad directa de combatir a bandas criminales o pagar el costo reputacional que traería una aventura militar en México.
Sin embargo, el gobierno del país vecino tiene múltiples alternativas para presionar a su contraparte mexicana sin necesidad de poner botas en el terreno. Una sería incluir a uno o varios grupos criminales mexicanos en la lista de organizaciones terroristas internacionales.
¿Qué significaría eso? Permitiría utilizar en contra del grupo en cuestión todo el arsenal legal e institucional con el que cuenta el gobierno de Estados Unidos para el combate al terrorismo: entre otras cosas, la persecución de proveedores y clientes por “apoyo material al terrorismo”, el congelamiento de una gama amplia de fondos e instrumentos financieros, restricciones migratorias a todos los miembros del grupo en cuestión y restricciones de viaje a muchos otros individuos.
El gobierno de México siempre se ha opuesto a una designación de ese tipo. Por varias razones, pero una es decisiva: poner a grupos criminales mexicanos en la lista de marras significaría reforzar la narrativa de la ultraderecha estadounidense que describe a México como un estado fallido, trata al terrorismo y al narcotráfico como fenómenos gemelos, y utiliza esos argumentos para exigir el cierre de la frontera y la restricción de la migración.
Sin embargo, luego del fiasco de Culiacán y la tragedia de Bavispe, la diplomacia mexicana tendría menos argumentos para frenar una designación de ese género si las autoridades estadounidenses decidiesen caminar en esa dirección.
Otro escenario —mucho más probable— es que el aparato de inteligencia de Estados Unidos, empezando con la DEA, exija un acceso mucho menos controlado a las dependencias mexicanas, así como una postura mucho más agresiva del gobierno de México en la persecución de capos del narcotráfico. En las circunstancias actuales, va a ser difícil para el gobierno de México negarse a esas peticiones.
La mejor alternativa para el gobierno mexicano sería adelantarse a la reacción de la administración Trump y proponer un relanzamiento de la cooperación bilateral en materia de seguridad, con diversos componentes: desmantelamiento de grupos criminales trasnacionales, fortalecimiento institucional, reforzamiento de controles fronterizos, etc. Una suerte de Iniciativa Mérida 2.0, con un nombre distinto para evitar las reminiscencias calderonistas.
En resumen, tras los desastres del último mes, no creo que haya mucho margen para decirle no a los vecinos, pero tal vez haya algo de espacio para decir cómo y cuándo. Tal vez.
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