Es que no se vale.

Estaba el general en su oficina, con sus medallas, haciendo trenes, administrando aeropuertos, planeando aerolíneas, tragándose a la Guardia Nacional y quedándose con la mitad de la administración pública federal, cuando vienen unos diputados a interrumpir y pedir una reunión. Que porque quieren saber cómo fue que unos tipos que se dicen Guacamayas le birlaron cuatro millones de correos electrónicos a la Sedena.

Siendo buena onda como es, el general les dijo que sí, que cómo no, pero que acá en las oficinas de la Defensa. ¿Qué no saben del traficazo que hay para llegar de Lomas de Sotelo hasta San Lázaro? ¿Qué no entienden que el general ya se tuvo que dar una vuelta de madrugada por el Zócalo? Agarren la onda.

Pues que se armó la reunión y el general les dio fecha y hora y hasta giró instrucciones para poner galletas en la mesa. Pero resulta que un diputado insurrecto tuvo la exótica idea de que la rendición de cuentas debe suceder en el recinto legislativo y no en la oficina del que tiene que informar. ¿De dónde sacarán tan temerarias nociones?

Y pues que el diputado mandó una carta señalando su inconformidad con el formato acordado para la reunión. En tono perfectamente cordial, sin duda, pero eso no quita lo grosero al gesto. Habrase visto semejante osadía: un representante popular poniéndose en plano de igualdad que el hombre de las mil medallas, el caudillo de Sotelo, el pilar de la Patria (con mayúsculas).

Al general no le quedó más remedio que pintar su raya y pintar caracoles y decirle a los diputados y diputadas que él no juega así, que a él no lo rozan ni con el pétalo de un oficio burocrático y que la reunión se cancela hasta nuevo aviso.

Había que decirle al secretario de Gobernación, claro está. Para que pusiera orden. Y el hombre que se apellida López y dice estar Agusto (aunque así no se vea) tuvo que regañar al diputado por irrespetuoso. Por respondón. Y ya montado en su corcel de batalla, decidió emprenderla contra varios gobernadores de oposición por el descaro de no presionar a los legisladores de sus partidos para que votasen unánime y entusiastamente a favor de seguir usando por un sexenio más a los militares como policías.

Y allí no podía acabar el asunto. Había que mandar el mensaje correcto, que al uniforme se le respeta, que el mando es el mando y que eso de pedir rendición de cuentas y controles legislativos es una fruslería propia del viejo régimen. Botas matan votos.

El general, de la mano del almirante, había aceptado ir al Senado a comparecer ante el Senado. Había, en glorioso pretérito. Ya no. ¿Para que le digan cosas y le hablen golpeado y le pregunten sobre todo este asunto del hackeo y el espionaje y las feministas y las mil filtraciones diarias? De ningún modo.

No había más alternativa que cancelar la comparecencia en el Senado. Pero había que hacerlo con estilo, con chanfle. Por supuesto que el general estará allí en el recinto. También el almirante. Pero solo de convidados de piedra. Solo hablará la secretaria Rosa Icela, solo ella recibirá la metralla senatorial. Y cualquier pregunta al general no tendrá más respuesta que absoluto silencio.

Para que aprendan a respetar.

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