Hace unos días, la madre de la escritora y académica Denise Dresser fue víctima de una extorsión telefónica. Se trató de un caso como muchos otros: engaños, amenazas, vejaciones y pago de rescate por un secuestro que nunca sucedió.
Esa experiencia es compartida por millones de mexicanos. Según datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (Envipe), se registraron 5.7 millones de intentos de extorsión en 2018. En 91.6% de esos casos, el delito se cometió por vía telefónica. Eso significa que, en un solo año, se realizaron 5.2 millones de llamadas de extorsión. Eso equivale a 14,305 llamadas por día en promedio, 596 por hora, casi 10 por minuto.
Este fenómeno no es nuevo. En Google, encontré referencias al tema desde 2006. Tampoco son nuevos los esfuerzos para combatir esa modalidad de delito. Se ha intentado, entre otras cosas, bloquear la señal de celulares en los penales, informar al público mediante campañas masivas, establecer un registro de usuarios de servicios telefónicos, incrementar las sanciones penales para el delito de extorsión telefónica y construir un registro de números de extorsión.
Algo de eso ha sido útil. Según datos de la Envipe, el número de intentos de extorsión telefónica disminuyó 23% entre 2014 y 2018. Pero aún con eso, las cifras siguen siendo apabullantes.
¿Qué explica la persistencia del fenómeno? Van algunas hipótesis:
1. La extorsión telefónica persiste porque el miedo es una constante en la vida mexicana. En un entorno donde la violencia es espectáculo, donde todos los días aparecen cuerpos sin cabeza y cabezas sin cuerpo, donde hay secuestros por docenas, donde los delincuentes se agarran a tiros en espacios públicos, las amenazas de violencia se vuelven por demás creíbles. Y mientras más creíble sea la amenaza, menos violencia efectiva se tiene que ejercer para sacarle dinero a la gente. Una llamada bien actuada puede ser suficiente para detonar esa reserva de terror que hay dentro de cada habitante del país.
2. Buena parte de las llamadas de extorsión salen de centros penitenciarios. Es decir, de espacios donde el Estado mexicano tiene un control frágil, por decirlo generosamente. Ese autogobierno de las prisiones ha hecho fracasar, por ejemplo, los inhibidores de señal de celulares: los equipos son objeto de sabotaje, las antenas se reorientan, se instalan dispositivos que inutilizan a los inhibidores, etc. En el sistema penitenciario, corrupción mata tecnología. Y eso permite que el negocio de la extorsión telefónica siga prosperando.
3. La impunidad en la materia es casi universal. En 2018, se abrieron 3564 carpetas de investigación por el delito de extorsión telefónica. De ese total, solo en 192 casos se llegó a la etapa complementaria de investigación (es decir, hubo una sujeción a proceso de un presunto responsable). En el mismo año, había en todo en el sistema penitenciario nacional solo 305 internos cuyo delito primario fue la extorsión telefónica. En resumen, estamos aquí ante un delito que se denuncia poco, se investiga solo por excepción y prácticamente no se castiga. No sorprende por tanto su enorme frecuencia.
En conclusión, es necesario mantener los esfuerzos de años recientes, particularmente las campañas de información a la población sobre cómo reaccionar ante una extorsión telefónica. Pero eso nunca va a ser suficiente. La solución pasa por reducir el miedo y eso requiere atacar delitos como el homicidio y el secuestro.
Mientras el amago de violencia sea dolorosamente creíble, va a haber personas que caigan en el engaño. Inevitablemente.