Ayer domingo, a las 12:41 PM, hora del centro y hora de Dios, el secretario general de Gobierno de la Ciudad de México, Martí Batres, tuiteó lo siguiente:
“Desde el Centro de Monitoreo dimos seguimiento a la movilización de hoy contra la reforma electoral. Asistieron entre 10 mil y 12 mil personas. Se reporta saldo blanco.”
La cifra resulta obviamente absurda para cualquier persona que haya participado en la marcha o visto alguna de las múltiples tomas aéreas del Paseo de la Reforma. Tan absurda que parece haber sido confeccionada con antelación: hubieran dicho lo mismo cualquiera que hubiese sido el desenlace.
Sin entrar al juego de las cifras, creo que se puede decir sin temor a la hipérbole que la marcha en la Ciudad de México atrajo a varias decenas de miles de participantes. Y a eso hay que sumarle las manifestaciones en más de medio centenar de ciudades a lo largo del país. No es descabellado entonces suponer que la defensa del INE convocó a una movilización activa de algunos centenares de miles de ciudadanos.
Esto, por supuesto, no sucedió hace un par de meses cuando se discutió la doble reforma sobre la Guardia Nacional y la participación militar en tareas de seguridad pública. Muchos dieron la batalla desde los medios y las organizaciones, otras se sumaron desde las redes sociales y hubo una dosis de resistencia en el Congreso de la Unión, pero nada como lo visto en el asunto electoral.
¿Por qué la diferencia? La respuesta no me parece obvia.
Hasta hace poco, era consenso entre políticos y analistas que los temas electorales no tenían gran potencial movilizador. Eran asuntos que solo importaban a los partidos, tenían poco impacto en la vida diaria y a menudo terminaban en largas y complejas disputas jurídicas. Las reglas para la integración del Consejo General del INE o las normas de fiscalización de gasto electoral no eran exactamente generadores de apasionadas discusiones públicas.
En cambio, los temas de la seguridad pública son dolorosamente cotidianos. En un país que vive inundado por la inseguridad y la violencia, quien se hace cargo de proteger la vida, la libertad y el patrimonio de los ciudadanos parecería un asunto de innegable urgencia, capaz de revelar profundas diferencias y detonar acalorados debates.
Creo que la respuesta a esa paradoja es doble. Por una parte, la reforma electoral no es solo electoral, sino que, como bien explica en una columna reciente Ricardo Raphael, sería una transformación significativa del régimen político. De aprobarse en los términos propuestos por el gobierno, se modificarían significativamente los mecanismos de acceso y ejercicio del poder. En otras palabras, una parte importante de la población intuye que es la reforma que cerraría la puerta a otras reformas futuras.
En segundo término, la reforma militar se argumentó desde el conservadurismo. El gobierno activó los temores de la población ante un posible repliegue de las Fuerzas Armadas. La oposición tenía en cambio que presentar un contrafactual en el que no pasaría gran cosa si los militares dejasen de participar en tareas de seguridad pública. Yo defiendo esa hipótesis, pero reconozco que es un mensaje difícil de transmitir.
En materia electoral, en cambio, el gobierno está en la posición radical, invitando a un salto al vacío, asegurando que nada grave sucedería si el INE deja de ser el INE que conocemos. En este debate, los opositores están en mucho mejor posición argumentativa, siendo suficiente sugerir que las cosas cambiarían para mal (algo que es probablemente cierto).
En consecuencia, aquí lleva las de perder el gobierno, sin importar cuántos manifestantes cuenten.
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