En 1999, tuve dos encuentros con la delincuencia.
El primero fue un secuestro exprés: por imprudente, tomé un taxi en la calle y, diez cuadras después, estaba flanqueado por dos criminales y con una pistola rozándome el vientre. Sucedió lo que sucede en esos casos: me dieron una golpiza, me obligaron a darles el NIP de mi tarjeta de débito y me trajeron dando vueltas mientras sacaban dinero de mi cuenta. Luego me soltaron, golpeado, aterrorizado y con cinco mil pesos menos.
El segundo fue un fraude. Una banda de delincuentes clonó mi tarjeta de débito y empezó a realizar compras en supermercados y tiendas departamentales. Para cuando me di cuenta, me habían bajado 12,000 pesos de mi cuenta de ahorro. Al reportar el quebranto, el banco se hizo pato, me echó la culpa y no me reembolsó el dinero (me cambié de banco).
De estos dos delitos, el segundo me resultó claramente más caro, al menos en pesos constantes y sonantes. Pero de ese ya casi ni me acuerdo y, en el peor de los casos, me genera una mezcla de coraje y risa. El primero, en cambio, todavía me produce pesadillas.
La diferencia es la violencia, obviamente. Un delito, por dolorosa que sea la pérdida material, tiende a ser menos traumático si hay distancia entre el agresor y la víctima. Pesa menos en la psique un crimen cometido con un teclado que con una pistola.
En ese sentido, el mundo parece estar caminando en la dirección correcta. En los últimos 20 años, muchos países (México no se cuenta en esa lista, por desventura) han experimentado al mismo tiempo una disminución de los delitos presenciales y un incremento notable del ciberdelito.
No hay aquí necesariamente un efecto sustitución: quien antes asaltaba en la calle no se convirtió en el hacker que clona tarjetas de crédito. Más bien hubo un cambio en la matriz de oportunidades delictivas.
Las oportunidades de cometer delitos físicos disminuyeron por diversas razones, incluyendo cambios tecnológicos y transformaciones en tácticas policiales. En paralelo, crecieron las oportunidades para el crimen en el ciberespacio, conforme se expandió el uso del internet, particularmente el comercio en línea.
La pandemia parece haber acelerado esa transición. Casi todo el mundo ha experimentado un descenso notable de diversas formas de delito patrimonial físico, a la par de un incremento de los delitos en líneas. México no ha sido ajeno a esa tendencia. Según datos de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE), el número de robos o asaltos en la calle o en el transporte público se redujo 24% en 2020. Al mismo tiempo, el número de fraudes (muchos de ellos en línea) aumentó 16%.
No sabemos bien a bien lo que va a suceder cuando la pandemia quede en el espejo retrovisor y se recupere cierta normalidad. Sí sabemos, sin embargo, que algunas tendencias, como la masificación del trabajo remoto y el ascenso del comercio en línea, son irreversibles. Eso se va a traducir inevitablemente en menos delitos físicos y más crímenes en el ciberespacio.
El corolario de esa tendencia es menos violencia, aún si hay más delitos. Y una experiencia menos traumática para las víctimas. El secuestro de archivos electrónicos, con todo lo disruptivo y costoso que puede ser, no tiene el mismo impacto que el secuestro de un familiar. El robo mediado por una computadora deja menos secuelas psicológicas que el robo a punta de pistola.
Eso es lo bueno. Lo malo es que probablemente haya muchos más delitos. El terreno para los ciberdelincuentes es el planeta entero, no su barrio o su ciudad. Y también, moviliza menos a las víctimas un hackeo que un asalto.
El mundo del futuro: menos violencia, más delitos.