La golpeada imagen internacional de México recibió una nueva abolladura.
El fin de semana, cuatro estadounidenses cruzaron la frontera en Matamoros y acabaron siendo víctimas de un secuestro. Siguieron dos días de silencio, pero para el lunes, el asunto había escalado: el FBI estaba encabezando la búsqueda y la noticia dominaba todos los medios en Estados Unidos.
El desenlace no fue feliz. Este martes encontraron a las víctimas, dos de ellas muertas, una más seriamente herida, una ilesa.
La hipótesis de la fiscalía tamaulipeca es que se trató de una confusión. Dado lo que se sabe hasta ahora sobre el incidente, no parece una teoría descabellada.
Pero no es buena noticia: sugiere que, en una ciudad como Matamoros , casi cualquier persona puede ser víctima de un crimen atroz solo por estar en mal lugar y en mal momento.
Eso alimenta la narrativa, impulsada por la derecha estadounidense y reforzada por parte del aparato de inteligencia, de México como país sin ley, dominado por grandes bandas criminales, con instituciones paralizadas por la corrupción. Es decir, la historia contada por los fiscales en el juicio a García Luna , traída al tiempo presente.
Esto sucede además justo cuando la crisis del fentanilo empieza a ser usada proactivamente por los republicanos como garrote contra la administración Biden . Se han multiplicado los llamados a medidas de mano dura contra los “cárteles” en México, incluyendo la posible designación de las bandas criminales mexicanas como organizaciones terroristas y la autorización del uso de la fuerza militar estadounidense en territorio mexicano.
Lo segundo probablemente no suceda, pero hay presión creciente para lo primero. ¿Qué significaría una designación de ese tipo? Desde la perspectiva de los vecinos, implicaría poder utilizar en contra del grupo en cuestión el arsenal legal e institucional que utiliza el gobierno de Estados Unidos en el combate al terrorismo : entre otras cosas, la persecución de proveedores y clientes por “apoyo material al terrorismo”, el congelamiento de una gama amplia de instrumentos financieros, restricciones migratorias a los miembros del grupo en cuestión, etc. Asimismo, pondría al grupo específico no sólo en la mira de las agencias de persecución del delito (DEA, ICE, etc.), sino de toda la comunidad de inteligencia (CIA, NSA, etc.).
Pero como ya han comentado otros ( bit.ly/3Jlh0gV ), esos poderes adicionales probablemente se utilizarían más dentro de Estados Unidos que en el extranjero. Para México, el asunto tendría más costos que beneficios. Habría restricciones para algunas formas de financiamiento estadounidense y para ciertos programas de cooperación. Pero, sobre todo, tendría un costo reputacional enorme: reforzaría la narrativa de la derecha estadounidense que describe a México como un estado fallido, trata al terrorismo y al narcotráfico como fenómenos gemelos, y utiliza esos argumentos para exigir el cierre de la frontera. Sería el anti-nearshoring perfecto.
Para conjurar esa posibilidad, el presidente López Obrador podría a) endurecer un poco su discurso en materia de seguridad y b) tener algunos gestos simbólicos en materia de combate a los grupos criminales y control del fentanilo.
Pero eso le implicaría separarse de su discurso de diferenciación con el pasado. No puede decirse distinto si empieza a hablar muy parecido a los gobiernos que le precedieron. Eso tendría costos políticos, pero sobre todo le generaría una dificultad psicológica seria. No creo ser injusto si digo que es de ideas fijas. La flexibilidad no es lo suyo.
En conclusión, el presidente está en un dilema mal ajustado a su temperamento. Y el costo puede ser para el país.
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