Luego de más de 30 años en prisión, Miguel Ángel Félix Gallardo, personaje central del narcotráfico en la década de los 80, regresó a la mirada pública gracias una inusual entrevista, la primera desde su detención en 1989, concedida a la cadena Telemundo.
Esto en sí mismo daría para una discusión amplia, pero la controversia se amplificó cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador agarró el tema en una de sus conferencias mañaneras y sugirió que uno de los más célebres internos del sistema penitenciario nacional podría ser beneficiario de una amnistía o indulto: “En su caso, si se termina de revisar, este asunto corresponde a la fiscalía, de que no tiene ya ningún pendiente porque ya cumplió con estar en la cárcel durante algún tiempo y que, si ya tiene derecho a salir, que yo no me opongo a eso.”
Esas declaraciones produjeron una previsible tormenta mediática. Félix Gallardo no es cualquier preso: además de ser una figura decisiva en la historia del crimen organizado mexicano, es una pieza importante en la trama del asesinato de Enrique Kiki Camarena en 1985. Dicho de otro modo, liberarlo tendría repercusiones no solo en México, sino también en Estados Unidos. No es asunto menor.
Y, sin embargo, me parece que es un tema que amerita debate. Más allá de las consecuencias políticas del caso, ¿hasta cuándo es legítimo mantener a una persona en prisión? ¿Cuáles son los límites éticos del encarcelamiento? ¿Hay alguna edad o alguna condición que convierte al castigo persistente en crueldad gratuita?
En términos esquemáticos, la imposición de un castigo por parte del Estado ha tenido tradicionalmente cuatro justificaciones:
1. Retribución: si alguien viola una regla aceptada por la comunidad y codificada en la ley, se merece una sanción proporcional a la falta. Esto es el castigo como venganza, como restablecimiento de una suerte de equilibrio moral: ojo por ojo, diente por diente. Es la justificación más primaria del castigo.
2. Disuasión: se castiga a una persona que comete un delito para disuadir la comisión de otras faltas, ya sea por el mismo individuo o por terceros. En esta lógica, el castigo no tiene que ser proporcional a la falta, sino suficiente para mandar el mensaje disuasivo adecuado.
3. Incapacitación: en este caso, el castigo se justifica como un mecanismo para impedir físicamente la comisión de nuevos delitos y proteger a otras posibles víctimas. Un ladrón va a la cárcel para evitar nuevos robos. Esto, por supuesto, solo se sostiene en la medida en que haya un riesgo de que la persona privada de la libertad pueda cometer nuevos delitos.
4. Rehabilitación: en esta variante, el castigo es una forma de transformar al que cometió una falta, de darle la asistencia debida para que, después de un periodo tras las rejas, lleve una vida en libertad alejado del delito.
Ahora consideremos el caso específico de Félix Gallardo. Es un hombre de 75 años, con una salud muy frágil, casi totalmente sordo y medio ciego. Difícilmente va a cometer muchos más delitos si sale de prisión. Lleva ya 32 años tras las rejas: mantenerlo privado de la libertad los pocos años que le queden de vida difícilmente va a tener mucho efecto disuasivo adicional. Y después de un encierro de tres décadas, probablemente ya esté “rehabilitado” o ya sea inútil seguirlo intentando.
Entonces solo queda la retribución como justificación ¿Ya pagó Félix por los crímenes que habría cometido? ¿Ya fue proporcional el castigo? No lo sé, pero no creo que él no sea una respuesta obvia.
En esto, tengo muchas más dudas que certezas.