No le llamen fusilamiento. Díganle refriega o clasifíquenlo como enfrentamiento. Usen el sustantivo que mejor les acomode. Pero hay un hecho incontrovertible: en San José de Gracia, 10 a 17 seres humanos fueron asesinados a mansalva y sin asomo de misericordia. Y de remate, los perpetradores de esa atrocidad decidieron llevarse los cadáveres y dejar a las familias de las víctimas sin la oportunidad de duelo.
Más que entrar en juegos semánticos, deberíamos de estar reflexionando sobre los aprendizajes que deja ese evento atroz. Y son varios.
En primer lugar, tenemos que dejar de imaginar a los cárteles como entes monolíticos, dotados de una clara estructura, a la manera de instituciones que operan en la legalidad. Los dos grupos que se vieron las caras parecen haber estado conectados a algo que llamamos Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG). Pero, como quedó de manifiesto el fin de semana, funcionaban con plena autonomía uno del otro, al grado de verse como rivales y agarrarse a tiros.
Eso revela que eso que llamamos cárteles es más una coalición inestable de grupos locales, operando de manera básicamente independiente, que una organización jerárquica, vertical y disciplinada. Ese hallazgo no es nuevo ni original, pero muchas veces se pierde en la discusión pública sobre el tema.
Segundo, la masacre de San José de Gracia muestra que una buena parte de la violencia que asola al país no tiene un sentido estratégico, al menos no en el entendimiento convencional del término. Hasta donde se sabe, la masacre del fin de semana no ocurrió por la disputa de una ruta o una plaza o una renta ilícita. Más bien, parece haber sido un eslabón más en una larga cadena de venganzas, asociada a un pleito entre dos matarifes. A la par, hay una lógica reputacional: uno de los dos individuos buscaba mostrarse como el mandón del pueblo. Hay aquí —o al menos eso parece— más de machismo expresivo que de frío cálculo racional. En este y muchos otros casos, las balas asesinas son una forma extrema de demostrar qué chicharrones truenan.
Tercero, la atrocidad sucedió por la inacción de las instituciones del Estado, no por su ausencia. En San José de Gracia, hay policía municipal. Pequeña si se quiere, pero no inexistente. En Jiquilpan, a 45 minutos del pueblo, hay presencia de la policía estatal. En la misma zona, existe un cuartel de la Guardia Nacional. Y nadie llegó durante horas. Los asesinos todavía se dieron el lujo de recoger los cuerpos y limpiar la escena del crimen. Esa extraña omisión no puede quedarse así, sin explicación alguna ¿Fue simple negligencia o hay redes de complicidad a varios niveles? Como sea, el hecho demuestra que el simple hecho de desplegar personal policial o militar en una zona no es suficiente para contener la violencia. Y también sugiere que la línea divisoria entre las instituciones del Estado y los actores criminales es más tenue de lo que a menudo se piensa. De nuevo, no estoy descubriendo el hilo negro, pero vale la pena reiterar el punto.
Esos son los temas que deberíamos de estar discutiendo, no la descoordinación de los balazos o la geometría de los impactos en la pared. Aquí hay aprendizajes que deberíamos de tomar en serio.
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