Con el desenlace del juicio contra Genaro García Luna aún en el aire, la administradora general de la DEA, Anne Milgram, compareció ante el Senado de Estados Unidos y, entre otras cosas, pidió más cooperación de parte del gobierno mexicano en tres temas específicos:
1. Intercambio de información sobre decomisos de fentanilo y precursores químicos.
2. Operaciones conjuntas para desmantelar laboratorios clandestinos de fentanilo.
3. Detenciones y extradiciones de presuntos narcotraficantes a Estados Unidos.
El tercer punto fue mencionado por Milgram en el contexto de una pregunta sobre el caso García Luna, el cual describió como “una investigación de la DEA”. Y no pareció reparar en la contradicción entre ese alarde y el reclamo a las autoridades mexicanas.
Cualquiera que sea el destino de García Luna, un hecho es incontrovertible: el caso en su contra se construyó básicamente con los testimonios de presuntos narcotraficantes, detenidos en México y posteriormente extraditados a Estados Unidos. Y todos (o casi todos) llegaron a un trato con las autoridades estadounidenses, convirtiéndose en testigos colaboradores a cambio de (considerables) beneficios jurídicos y migratorios.
Es decir, un funcionario de un gobierno mexicano fue llevado a un proceso penal en Estados Unidos con los testimonios de personas detenidas y extraditadas por ese mismo gobierno.
Con toda probabilidad, los altos funcionarios del actual gobierno han tomado nota de ese hecho. No creo que tengan mucho entusiasmo para agilizar los procesos de extradición a Estados Unidos. No me imagino que meterán mucho empeño para, por ejemplo, garantizar la entrega expedita de Ovidio Guzmán al gobierno de Estados Unidos. O de Rafael Caro Quintero. O de Antonio Oseguera, hermano del líder del Cártel de Jalisco Nueva Generación. Máxime después de lo visto en el juicio en contra de García Luna: prácticamente no hay narcotraficante mexicano extraditado a Estados Unidos que no llegue a un arreglo con los fiscales y reduzca su tiempo en prisión, a cambio de inculpar a otros, incluyendo a algunos de los funcionarios que los detuvieron.
Esto no necesariamente significa una ruptura o un conflicto abierto. El tortuguismo y la inatención a los procesos judiciales son más que suficientes para posponer el envío de un prisionero a Estados Unidos. Se pueden poner muchas trabas sin perder el tono amable con las contrapartes.
Lo mismo vale para otras formas de cooperación que pide la DEA. Después de lo visto en estas semanas, difícilmente alguna institución mexicana la va a ver sin algún grado de sospecha.
¿Intercambio de información? Claro que sí, pero nada más que acabe la acuciosa revisión de nuestras bases de datos y la modernización de nuestros sistemas informáticos. Y no se preocupen, que ya pronto sale la licitación. Solo esperamos no tener que volver a declararla desierta.
¿Operaciones conjuntas? Por supuesto. Falta solo que nos organicemos un poco, nombremos un grupo de alto nivel para darle seguimiento al asunto, establezcamos un protocolo de actuación, lo pasemos por el Jurídico y luego empecemos con algunos cursos de capacitación para el personal ¿Va?
Y esto no creo que esa dinámica cambie cuando acabe la actual administración. Los nuevos funcionarios muy probablemente van a llegar a sus cargos con las mismas lecciones aprendidas.
O con una al menos: es mal negocio confiar en la DEA.
En resumen, más allá del veredicto que reciba García Luna, este caso ha lastimado las posibilidades de una cooperación fluida entre México y Estados Unidos en materia de seguridad. Si se añade el fiasco del caso Cienfuegos, el daño es considerable y difícil de revertir en el corto plazo.