Finalmente, el gobierno de México decidió no acompañar a Donald Trump en su fantasía golpista.

Tras el anuncio del resultado formal en el Colegio Electoral, el presidente Andrés Manuel López Obrador envió una carta al próximo presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Algo fría, pero correcta. Suficiente para abrir un canal de comunicación con el nuevo equipo gobernante y reducir las fricciones acumuladas en estas semanas de apuesta trumpista.

O lo sería si la mayoría obradorista en el Congreso de la Unión no hubiese decidido abrir un frente de conflicto diplomático con Estados Unidos, apenas unas horas después de enviada la carta a Biden.

La iniciativa de reformas a la Ley de Seguridad Nacional, comentada en esta columna hace una semana y centrada en el tema de los llamados “agentes extranjeros”, fue aprobada ayer en la Cámara de Diputados, después de atravesar el Senado hace unos días. Falta solo el visto bueno presidencial.

Y luego habrá que ponerla en operación y enfrentar las consecuencias de hacer lo que hicieron.

La primera es obvia: el equipo de Biden va a interpretar el acto legislativo como una bofetada. Esto se da en medio de una complicada transición política en Estados Unidos, antes de que los nuevos funcionarios de las áreas de política exterior y seguridad nacional puedan tener un acercamiento con sus contrapartes mexicanas y revisar los términos de la relación bilateral. Como mínimo, no se va a leer como un gesto amistoso.

La segunda es igualmente evidente: la aplicación de las nuevas reglas depende en buena medida de la disposición a seguirlas de los “agentes extranjeros” ¿Y si la regatean? ¿Y si el personal de la DEA se acredita bajo cobertura y la embajada se llena de “consejeros comerciales” y “agregados culturales”? ¿O, de plano, “olvidan” mandar los informes a los que los obliga la ley? Si eso sucediera, habría de dos sopas: 1) el gobierno de México se pone rudo y empieza a jugar a la soviética, expulsando regularmente a personal diplomático estadounidense y aceptando las represalias que eso traería consigo, o 2) las autoridades mexicanas se resignan a la simulación y la ley se vuelve letra muerta.

La tercera tampoco debería de sorprender. Al menos en el corto plazo, van a disminuir sustancialmente algunas modalidades de cooperación con Estados Unidos. La propia ley dificulta operaciones conjuntas donde la secrecía es indispensable y francamente no cabe personal de Relaciones Exteriores. Pero, más importante, es muy probable que los vecinos quieran mandar algunos mensajes. Y eso se va a sentir de manera más inmediata en los flujos de información de inteligencia. De entrada, el acceso a la red de informantes de la DEA (la más grande del país) podría quedar restringido para las dependencias mexicanas. ¿Puede sobrevivir nuestro aparato de seguridad sin esas fuentes? Por supuesto, pero con un nivel disminuido de eficacia.

Por último, hay una consecuencia sutil, pero no menor: las reformas aprobadas le quitan instrumentos a la diplomacia mexicana. Como se vio en el caso Cienfuegos, México tiene algunas herramientas para influir en decisiones de los vecinos. Una de las principales ha sido el amago, velado o abierto, de limitar la cooperación con las agencias estadounidenses. Pero una vez que esa amenaza está codificada en ley, ya no es amenaza: tendrá los efectos que tenga, pero ya no se puede utilizar en una negociación (al menos no de manera discreta). Y eso lo vamos a extrañar en el próximo e inevitable conflicto con Estados Unidos.

En conclusión, espero que los legisladores estén muy satisfechos de las patadas que le dieron a Sansón. Pero ojalá recuerden que Sansón aún conserva la melena.

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