Ayer, en estas páginas, Mario Maldonado narraba un hecho escandaloso: el 3 de octubre, fecha de la presentación de la renuncia de Eduardo Medina Mora como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) solicitó a la Comisión Nacional Bancaria y de Valores el congelamiento de cuentas de Medina Mora y de 11 personas físicas y morales relacionadas con él, incluyendo a dos de sus hermanos.
Pero, dos días después, con la renuncia consumada, las cuentas fueron descongeladas a solicitud de la propia UIF. Esta secuencia de hechos obliga a algunas preguntas obvias: si había delito que perseguir contra Medina Mora, sus familiares y sus empresas, ¿por qué descongelar las cuentas? Si no había delito que perseguir, ¿por qué congelarlas? ¿O es que descubrieron algo que exoneraba al hoy exministro en un plazo de menos de 48 horas?
Más bien, todo indica que el gobierno utilizó a la UIF como un garrote político para deshacerse de un funcionario que le resultaba incómodo.
Esto se inscribe en una larga tradición de uso y abuso del aparato de inteligencia del país para beneficio de los gobernantes en curso. Así sucedió en el sexenio anterior con el despliegue masivo de Pegasus, el software utilizado por varias dependencias para intervenir los teléfonos de opositores, periodistas y activistas sociales. Así ha sucedido en varias administraciones con diversos instrumentos.
Esto no puede seguir sucediendo. El aparato de inteligencia —sea el Centro Nacional de Inteligencia (antes CISEN), la UIF, la división de inteligencia de la PF (ahora en la GN), las áreas de inteligencia militar y naval, o las unidades de inteligencia de la FGR— está allí para defender al Estado, no al gobierno. Su rol no es ni puede ser político en el sentido estrecho de la palabra.
Para alcanzar ese objetivo, se requiere una reforma con tres componentes básicos:
1. Delimitar ámbitos de actuación. No todas las agencias de inteligencia pueden servir para todo. El mandato de todas las instituciones (incluyendo a la UIF) debe ser estrecho y perfectamente definido, tratando de evitar traslapes y duplicidades. Esto requiere modificar diversos ordenamientos, empezando tal vez con la Constitución, pero incluyendo a la Ley de Seguridad Nacional y varias otras disposiciones. Incluso, se podría aprobar una Ley Nacional de Inteligencia que regulara a todo el aparato.
2. Profesionalizar los cuadros. Las tareas de inteligencia requieren personal especializado, con altas capacidades técnicas. Para ello, se necesita brindar estabilidad laboral, remuneraciones dignas y derechos sociales al personal. Es decir, en las instituciones de inteligencia tendría que existir un estatuto de servicio civil de carrera. Asimismo, la formación debería reforzar la especialización.
3. Fortalecer los controles internos y la supervisión externa: todas las instituciones de inteligencia deberían de contar con una inspectoría general, con capacidad de investigar y sancionar actos ilegales o impropios. A su vez, se podría fortalecer la supervisión externa por tres vías: a) robustecer el control judicial sobre las operaciones, b) fortalecer la supervisión legislativa, creando una comisión bicameral de inteligencia en el Congreso, dotada de dientes (no como la comisión bicameral existente), y c) la creación de un comité supervisor de inteligencia, como monitor externo de las actividades de las agencias.
Una reforma de este tipo debe refinarse, por supuesto. Pero algo así es indispensable: no podemos seguir tolerando el uso faccioso de instituciones del Estado, con capacidad para destruir vidas y reputaciones. Esto tiene que cambiar.
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