El presidente Andrés Manuel López Obrador jura y perjura que en su gobierno no hay espionaje, solo inteligencia. Afirma y reafirma que cualquier intervención de comunicaciones que se haya realizado desde 2018 está autorizada y justificada.

La evidencia apunta en sentido contrario, pero demos por buenos esos dichos presidenciales. Asumamos que no ha habido excesos de parte de las diversas agencias de inteligencia del país desde 2018.

Si fuese el caso (algo bastante improbable), sería por pura y bendita suerte, porque en los más de cuatro años que lleva esta administración no se ha hecho nada para contener el potencial de abuso de las dependencias que operan sistemas de inteligencia.

Diversas agencias del Estado mexicano –el CNI (antes Cisen), la Sedena, la Semar, la Guardia Nacional, la Fiscalía General de la República, las fiscalías de los estados, etc.– cuentan con la tecnología, el equipo y el personal para investigaciones a profundidad de particulares, incluyendo intervención de comunicaciones, seguimientos prolongados, acceso a datos personales, etc.

Ese aparato opera con pocos controles internos y casi nula supervisión externa. Las agencias de inteligencia funcionan con niveles enormes de discrecionalidad. Las áreas de contraloría tienden a concentrarse en la fiscalización administrativa y no en tareas sustantivas.

Por su parte, el control legislativo en la materia es casi inexistente. La llamada Comisión Bicamaral de Seguridad Nacional no tiene dientes y su acceso a información reservada depende de la buena voluntad de los funcionarios involucrados.

Existe algo de control judicial sobre el aparato de inteligencia, pero básicamente limitado a la intervención de comunicaciones. Pero ese mecanismo tiene un límite obvio: los jueces solo pueden conocer las solicitudes formales que les hagan las agencias. Todo lo subterráneo no pasa por allí.

En esas circunstancias, con controles estructuralmente débiles sobre un aparato que necesariamente opera en secrecía, las prácticas abusivas son casi inevitables, aún con la mejor voluntad presidencial. Tal vez López Obrador sea sincero y no quiera espiar a sus adversarios, pero eso puede no aplicar para otros funcionarios del gobierno. Y esos otros funcionarios pueden mantener al presidente en la inopia por largo rato.

No basta entonces con encendidos desmentidos del presidente. Si se quisiera romper con el pasado, se tendría que estar promoviendo una reforma democrática de los servicios de inteligencia, incluyendo 1) una delimitación precisa del mandato legal de cada una de las agencias, 2) la creación de un servicio civil de carrera en las agencias (para que los oficiales de inteligencia puedan decir no cuando los políticos les pidan que violen la ley), y 3) un fortalecimiento de los controles internos y la supervisión externa.

Esa ruta —mandato mejor definido, mejores prácticas laborales y controles más robustos— la han seguido otros países que han reformado sus sistemas de inteligencia. Un caso ejemplar es el de Canadá en 1984. Otro el de España en 2002.

Pero nada de lo anterior no ha estado siquiera en la agenda de la actual administración federal. El Cisen cambió de nombre y adscripción administrativa: no ha habido más. Y de controles sobre la inteligencia militar, ni hablamos: el caso de Raymundo Ramos muestra que, en materia de inteligencia, la Sedena se gobierna sola.

La realidad es que ya se nos fue el sexenio sin una reforma democrática de los servicios de inteligencia. Es una enorme oportunidad perdida.

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