El lenguaje utilizado por las autoridades mexicanas para describir a la delincuencia organizada es notoriamente impreciso y resbaloso. Hablan de presencia y control y cárteles y bandas y células criminales sin siquiera tratar de definir esos términos.
Este hecho queda de manifiesto en un reportaje publicado ayer en las páginas de EL UNIVERSAL, a partir de informes de inteligencia de la Sedena, filtrados como parte del hackeo masivo realizado por el grupo Guacamaya.
Según la información recabada, habría presencia de algún cártel, banda o célula criminal en 1058 municipios, los cuales cubrirían 72% del territorio.
Aquí ya empezamos con problemas. En primer lugar, ¿qué quiere decir presencia? ¿Qué cuenta para determinar que allí está un cártel, banda o célula criminal? ¿Una balacera, un asesinato, un plantío ilícito, un laboratorio de drogas, una toma clandestina, una epidemia de extorsiones, un decomiso fortuito, una detención aislada, una pinta, una manta, la sospecha medio fundada de que alguien vinculado a algún grupo criminal pasó algún tiempo en un municipio, etc.? ¿Tienen que ser varios hechos o con uno basta? ¿Y uno de cualquier tipo o existe algún sistema de ponderación para determinar el nivel de presencia?
Segundo, ¿cuál es la diferencia funcional entre un cártel, una banda y una célula criminal? ¿El número de sus integrantes? ¿Cómo se determina? No es que esos grupos den de alta a sus integrantes en el IMSS o respondan encuestas del Inegi. Entonces, ¿cómo saber si, por ejemplo, la Guardia Guerrerense o los Zetas Vieja Escuela tienen 10, 50, 100 o 1000 miembros en la nómina? ¿Y cuál es el umbral para pasar de célula a banda y de allí a cártel?
¿O será que el criterio de distinción es la presencia, el número de municipios en el que cada grupo opera? De ser el caso, nos regresaría al problema inicial: ¿qué es presencia y cómo se determina ese concepto?
Tercero, medir “presencia” en términos territoriales o de número de organizaciones deja sin responder la pregunta clave: ¿de qué tamaño es el fenómeno? ¿Cuántas personas participan? Según los documentos consultados por EL UNIVERSAL , están identificados 80 grupos del crimen organizado y 16 bandas criminales. ¿Cuántos integrantes tiene en promedio cada uno de esos entes colectivos? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Mil? Consideremos este último número: habría entonces 96,000 integrantes de “grupos del crimen organizado y bandas criminales”, distribuidos a lo largo de 1058 municipios. Eso equivaldría en promedio a 91 integrantes de estas bandas por municipio. Y si además hay algún tipo de distribución de Pareto, habría 23 delincuentes en promedio en 846 de esos municipios.
Eso ya espanta menos que hablar de presencia del crimen organizado en 72% del territorio nacional.
Este lenguaje a la vez territorial e impreciso para hablar del crimen organizado tiene que abandonarse ya. Genera alarma al insinuar que bandas enormes y sofisticadas se encuentran desperdigadas sobre todo el territorio y que cualquier población en cualquier momento puede experimentar una explosión de violencia criminal.
Más importante, genera políticas equivocadas al hacer suponer que el país se enfrenta a grandes organizaciones jerárquicas y no a una maraña de redes criminales con múltiples actores de muchos tamaños y diversas formas de interrelación, muchas de las cuales pueden atenderse desde lo local.
No es casualidad que, desde la Sedena, se promueva esa narrativa: lo que está en todas partes requiere necesariamente de una respuesta extraordinaria. Esa es la justificación perfecta de la militarización de la seguridad pública.
Y esa es una razón de fondo para combatirla.
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