Imaginen un país donde siete de cada 10 delitos no se reportan a las autoridades. Entre los delitos que sí se denuncian, solo en uno de cada cinco se registra la detención de un presunto responsable. Ya en los tribunales, solo se obtiene una sentencia condenatoria en 62% de los casos. En total, casi 97% de los delitos quedan impunes.
Eso parece un infierno: un espacio sin ley, donde los delincuentes pueden hacer y deshacer a discreción, y la ciudadanía vive presa del miedo.
Pues resulta que no lo es tanto: el país que les acabo de describir se llama Canadá. Y les podría haber descrito en términos similares a la mayoría de los países desarrollados del mundo. Calculada como lo hacemos en México, la impunidad en casi cualquier nación es superior a 90%.
No hay país (exceptuando tal vez a algunos microestados) donde se reporte la mayoría de los delitos que se cometen. No hay país donde la mayoría de las denuncias lleve a detenciones. No hay país donde la mayoría de los crímenes reciba castigo penitenciario.
Entonces, cuando decimos que en México hay un nivel de impunidad de 99%, no estamos diciendo nada particularmente relevante. Así en genérico, el fenómeno se repite en casi cualquier país del planeta.
La diferencia entre México y el mundo seguro (por decirlo de algún modo) no es la impunidad genérica, sino la impunidad que existe para delitos específicos. Esto resulta particularmente notable en el caso del homicidio. En México, solo uno de cada ocho homicidios dolosos acaba en una sentencia condenatoria para un presunto responsable. En los países desarrollados (y algunos de ingreso medio), la proporción comparable es de 60 a 90%.
Algo similar sucede con el secuestro extorsivo y algunos otros delitos violentos: nuestra impunidad casi generalizada no se reproduce en otras latitudes.
Eso habla de una política de persecución penal que establece prioridades y concentra recursos en sancionar los delitos más lesivos para la sociedad.
Pero también del abandono de la fantasía, aún común en suelo mexicano, de que el problema de la seguridad se resuelve en lo fundamental identificando, persiguiendo y sancionando con cárcel a delincuentes en lo individual.
¿Por qué digo que es una fantasía? Consideren el caso de nuestros vecinos. En Estados Unidos se cometieron 18 millones de delitos en 2015. De ese total, nueve millones fueron reportados a la policía y de esas denuncias, se resolvieron con una detención 1.8 millones de casos. Para lograr ese resultado que dejó impune al 90% de los delitos, los estadounidenses gastaron 103 mil millones de dólares en la policía, 50 mil millones en el sistema de justicia y 75 mil millones en las prisiones ¿Podrían gastar más? Tal vez, pero a costa de otras prioridades sociales. Y con impactos sociales gigantescos: Estados Unidos ya tiene a más de dos millones de personas en su sistema penitenciario.
Entonces, la construcción de la seguridad no pasa (o no pasa solamente) por la persecución y castigo de delincuentes individuales, sino por la identificación de patrones espaciales, temporales y de modo de operación. Los delitos suceden con cierta lógica, en ciertos lugares, en ciertos momentos, y son cometidos en su mayoría por grupos específicos de personas que siguen dinámicas más o menos previsibles. Eso permite pensar en intervenciones específicas que generen un máximo de disuasión con un mínimo de castigo.
No es sencillo identificar esos patrones ni diseñar intervenciones que funcionen. Pero me parece un camino más fructífero que suponer que podemos resolver el problema de la seguridad con más detenidos, más fiscales, más procesos penales y más prisiones.
Twitter: @ahope71