El video le ha dado la vuelta al mundo: un asaltante poco avispado se sube a un colectivo que circulaba por la carretera México-Texcoco y exige a los pasajeros que le entreguen sus pertenencias. El asunto, sin embargo, le sale mal: la combi arranca y deja fuera a su cómplice armado. Las víctimas se percatan de la situación, someten al ladrón y proceden a propinarle una golpiza de campeonato. Tras varios minutos de tunda inmisericorde, el individuo, desnudo e inconsciente, es arrojado del vehículo.
La escena parece casi de película y ha capturado la atención del país. No se trata, sin embargo, de un hecho poco frecuente. En enero de este año, un presunto ladrón fue molido a golpes por los pasajeros de un microbús en la avenida Ignacio Zaragoza de la Ciudad de México. Le fue peor a una persona que, en mayo de 2019, intentó robar a los pasajeros de un autobús en Puebla: allí lo agarraron a tubazos. En julio de 2018, una mujer y un hombre se subieron a asaltar en una unidad de transporte en Iztapalapa. El hombre escapó, pero la mujer fue alcanzada por los pasajeros y golpeada salvajemente.
Estos actos de venganza tumultuaria no son los únicos ejemplos de justicia por propia mano en nuestro país. De tarde en tarde, aparecen historias de presuntos vengadores anónimos que impiden a balazos un robo o cobran a balazos agravios por presuntos delincuentes. Por otra parte, los linchamientos de supuestos ladrones o secuestradores son escena común en muchas localidades tanto urbanas como rurales. En el extremo, hay grupos armados de autodefensa (sobre todo en estados como Michoacán y Guerrero) que han sustituido por entero a las instituciones formales en la función de policía.
Esto debería de preocuparnos. La justicia por propia mano puede acabar mal de mil maneras distintas. En el incidente de la combi, el asaltante podría haber ido armado con cuchillo o pistola, generando una confrontación con consecuencias letales. O sus cómplices podrían haber alcanzado al vehículo y repelido a balazos a los pasajeros. O, en circunstancias ligeramente distintas (en un paradero, por ejemplo), las víctimas enfurecidas podrían equivocarse de persona y acabar linchando a alguien ajeno a los hechos. Esto último no es una preocupación hipotética: hace algunos años, unos encuestadores del INEGI estuvieron cerca de ser asesinados en una comunidad rural de Puebla al ser acusados (falsamente) de secuestrar niños.
No podemos celebrar lo ocurrido en esa combi. No podemos aplaudir la venganza. No podemos ver con buenos ojos que una turba muela a golpes a una persona, así se trate de un asaltante, un asesino o un violador. No podemos adoptar la ley del talión como código ético, así sea por imperativo categórico o por cálculo egoísta: no sabemos si algún día no seremos nosotros, por la razón que sea, el objeto de la furia incontrolada de una multitud.
Pero, dicho lo anterior, hechos como los de la combi se van a seguir multiplicando mientras el Estado no cumpla con su responsabilidad. Hay gente dispuesta a propinar una golpiza brutal a asaltantes en un microbús (y mucha más dispuesta a aplaudir el acto) porque las autoridades han hecho poco o nada para evitar los robos, a veces violentísimos, en el transporte público. Hay personas listas para matar a golpes a presuntos secuestradores porque no hay a la redonda ningún agente del Estado para protegerlas del secuestro.
Entonces, si se quiere evitar que multitudes enfurecidas se cobren agravios reales o imaginarios, es indispensable que las instituciones funcionen como deben.
Algo nos debe de quedar claro: mientras no haya justicia, se van a seguir multiplicando los actos de furia y venganza.
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