Con la atención puesta en el juicio a Genaro García Luna, el asunto pasó un tanto desapercibido. Y no debería: no es cosa menor que el jefe de la oficina regional de la DEA en la Ciudad de México —encargada de las operaciones en nuestro país y Centroamérica— sea removido de su cargo por presuntos actos de corrupción.
Según un reportaje aparecido en el Washington Post y basado en reportes de la contraloría de la DEA, el oficial estadounidense en cuestión, Nick Palmeri, habría utilizado fondos de la agencia para, entre otras cosas, pagar su propia fiesta de cumpleaños, así como rentar un yate en Panamá para recibir al entonces director interino de la agencia.
Esas irregularidades financieras llevaron a la remoción de Palmeri en junio de 2021. Pero el escándalo no parece terminar allí. De acuerdo con una nota publicada por Associated Press, el agente de la DEA realizó con su esposa un viaje no autorizado a Miami y se quedó en casa de un abogado defensor de narcotraficantes.
De remate, el abogado en cuestión estaría involucrado igualmente en el supuesto pago de un soborno de 70 mil dólares a otros dos agentes de la DEA a cambio de información confidencial.
Esos casos palidecen frente al de José Irizarry, un agente de la DEA acusado de facilitar el lavado de dinero para organizaciones criminales colombianas, así como desviar decomisos de droga y dinero. Detenido en febrero de 2020, fue procesado por desviar más de 9 millones de dólares a lo largo de siete años y sentenciado a una pena de prisión de doce años.
Además, según investigaciones posteriores, Irizarry no habría actuado solo. Por ahora, la indagatoria se ha extendido a tres agentes más, pero podría incluir a más personal tanto de la DEA como de otras agencias.
A raíz de estos casos, Ann Millgram, administradora general de la DEA, ordenó a finales de 2021 una revisión externa de las operaciones internacionales de la agencia. Aún no se conocen públicamente los resultados de ese ejercicio.
Lo que sí parece es que la poderosa agencia estadounidense enfrenta un problema sistémico, no a casos aislados de corrupción. Si bien su misión es tanto interna como externa, el grueso de sus operaciones se concentran fuera de Estados Unidos. De hecho, cuenta con 92 oficinas en 69 países. Eso implica que una buena parte de su trabajo ocurre en condiciones de bajo escrutinio.
Más importante, la naturaleza de su misión lleva a la DEA a terrenos moralmente pantanosos. Hay que recordar que el tráfico de drogas es un delito transaccional, sin víctimas directas, en el que ambas partes de un intercambio comercial están violando la ley. Es decir, nadie en ese proceso tiene deseo de acudir con la autoridad.
En consecuencia, para descubrir al delito y eventualmente castigar a los delincuentes, la DEA tiene que insertarse en las transacciones, a veces usando informantes o interceptando comunicaciones, pero también creando los propios negocios ilícitos (mediante usuarios simulados, ventas encubiertas, etc.). Una parte importante de su trabajo pasa por intercambiar droga y dinero con algunos de los peores criminales del planeta. Eso además les da información valiosísima para otros delincuentes.
No es casualidad que, en ese entorno, más de uno de sus agentes crucen rayas éticas y legales. Y si eso le pasa a la DEA, una institución con controles internos y mecanismos de supervisión externa, ¿qué se puede esperar de instituciones en México dónde los instrumentos de rendición de cuentas son frágiles?
Esto no exculpa a nadie de su responsabilidad individual, pero sí apunta a que el problema de la corrupción vinculada al narcotráfico rebasa cualquier caso específico.