Más allá del desenlace en el juicio a Genaro García Luna y las responsabilidades individuales que se deriven de este proceso, algo ha quedado claro en estas semanas: nuestro aparato de seguridad y justicia está afectado por un fenómeno persistente, sistémico y estructural de corrupción.
Esto no se limita a las corporaciones que alguna vez comandó García Luna. Los testimonios han hablado de corrupción en la Policía Federal y en la AFI, pero también en las fuerzas armadas, las policías estatales y municipales, el ministerio público y el sistema de impartición de justicia.
Hay múltiples causas detrás de esto, pero una es el déficit de rendición de cuentas en cada uno de los eslabones de la cadena de seguridad y justicia.
Consideren, por ejemplo, a las policías: entre las 1,800 corporaciones que hay en el país, se cuentan con los dedos de una mano las que tienen una unidad de asuntos internos medianamente funcional. Las que tienen mecanismos de supervisión civil externa son aún más escasas. De hecho, no creo que haya más de una o dos en todo México.
Por su parte, los órganos internos de control y las auditorías superiores, tanto a nivel federal como estatal, se limitan más a la revisión administrativa de procesos que a la supervisión de las tareas sustantivas de las instituciones. Y al tratarse de instancias de seguridad pública, las limitaciones a las tareas de auditoría pueden ser considerables.
Otros mecanismos de vigilancia y control sobre la actuación policial están igualmente atrofiados. Las comisiones de seguridad pública, tanto en las legislaturas locales como en las cámaras del Congreso de la Unión, son básicamente inútiles, particularmente en el ejercicio de sus funciones de fiscalización. Por su parte, el control judicial sobre las policías es incipiente en el mejor de los casos. Asimismo, la transparencia y el acceso a la información pública tienen restricciones mucho mayores en las policías que en casi cualquier otro sector
En esas circunstancias, no es sorprendente la persistencia de abusos y corrupción en instituciones policiales. Poco control y poca vigilancia conduce a mucha ilegalidad.
Esto no es privativo de las policías. Las fuerzas armadas, por ejemplo, sufren de un déficit serio de control civil y vigilancia externa. Hay que recordar, por ejemplo, la notable resistencia del general Luis Cresencio Sandoval, secretario de la Defensa Nacional, a reunirse con diputados federales en las instalaciones del Congreso de la Unión luego del hackeo masivo a los sistemas de la Sedena realizado por un grupo conocido como Guacamaya.
De hecho, llamaron en el gobierno una falta de respeto a la muy razonable petición realizada por el diputado Sergio Barrera. Un sencillo acto de rendición de cuentas les pareció una agresión intolerable.
Lo que no se entiende en el aparato de seguridad y justicia es que nada protege más a las instituciones que la multiplicación y fortaleza de mecanismos de control interno y vigilancia externa. Es una póliza de seguro contra la corrupción y el escándalo.
Además, esto no está reñido con la eficacia de las instituciones. Las mejores policías del mundo son las que están más vigiladas y más sujetas a controles múltiples. Por una razón sencilla: eso obliga a adoptar estándares de comportamiento y actuación muy elevados.
La calidad en materia de seguridad y justicia pasa por la supervisión y control. Ojalá esa sea una de las lecciones del caso García Luna.
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