Joel es un habitante de la Ciudad de México que tuvo esta semana una frustrante y reveladora experiencia con el sistema de seguridad y justicia . Para fortuna nuestra, decidió narrarla en sus redes sociales.
Resulta que Joel trabaja en una alcaldía del poniente de la urbe. Y hace un par de noches, se metió un ladrón a su oficina y se robó varios equipos de cómputo , algunos teléfonos celulares y algo de dinero en efectivo. El local estaba vacío, pero unas cámaras de videovigilancia grabaron todo lo sucedido.
Además, según parece, el delincuente tenía una combinación perfecta de imbecilidad y cinismo. Nunca desactivó los mecanismos de geolocalización de los equipos e incluso subió sus contactos y se puso a chatear desde los teléfonos robados.
Al día siguiente y gracias al cretinismo del ladrón, Joel y sus compañeros de trabajo pudieron determinar que los equipos saqueados se encontraban en una ubicación a escasas diez cuadras de su oficina.
¿Final feliz entonces? ¿Se recuperaron los objetos y se detuvo al delincuente? Pues no del todo.
Como buenos ciudadanos, Joel y su equipo fueron a una agencia del Ministerio Público a presentar una denuncia formal. Y allí les dijeron que, híjoles, el asunto podía tomar seis meses. Hay poco personal y se requieren muchas diligencias. Ni modo.
En las primeras 24 horas, se presentaron en el lugar de los hechos unos peritos para recabar algunas evidencias y hasta allí llegó la acción de la autoridad. Joel pidió formalmente y por escrito que enviaran a elementos de la Policía de Investigación para entregar pruebas sobre el robo y la geolocalización de los objetos, solicitando además la realización de un cateo en la ubicación específica. Resultado: nada.
O peor que nada. En la agencia del MP, intentaron activamente no recibirle el escrito y lo mandaron a peregrinar por al menos dos oficinas distintas. Varios días después, el asunto sigue en punto muerto. Y, con alta probabilidad, los objetos robados ya andan circulando en el mercado ilegal.
Nótese que Joel no está enteramente desprovisto de recursos. Por los pasos que dio y el escrito que redactó (reproducido en redes sociales), se nota que cuenta con la asesoría de un abogado penalista. Pero ni así pudo hacer que la maquinaria se moviera en un caso francamente sencillo.
¿Esto tiene que ser así? ¿No habría otra manera de resolverlo? Claro que sí. En otros países, Joel hubiera llamado al 911 (o similar) al darse cuenta del robo. A los pocos minutos, hubiera llegado una patrulla, los policías habrían tomado nota del asunto y recibido la evidencia correspondiente (sin necesidad de denuncia formal). vY luego, directamente y sin pasar por una fiscalía, los agentes policiales le habrían solicitado a un juez una orden de cateo, la cual se podría entregar sin mayores formalidades por mensaje de texto. De haber un detenido, este sería presentado ante un juez y allí empezaría el proceso legal. Pero, desde la perspectiva de Joel, el asunto quedaría resuelto en unas cuantas horas.
Ese escenario alternativo no es algo particularmente exótico: así funcionan los sistemas de seguridad y justicia en la mayor parte del mundo. Y no requiere policías capacitados por el FBI en Quantico, ni herramientas tecnológicas propias de una misión intergaláctica. Con algunas reformas constitucionales y legales, podríamos implementarlo en un plazo cortísimo.
Pero primero tenemos que reconocer lo obvio: es inútil un sistema de investigación del delito centrado en las denuncias formales y la acción del Ministerio Público. Joel está de testigo y con él, millones de habitantes de este país.
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