Lo que se había mencionado en una reunión cerrada para empresarios selectos fue repetido ahora ante el país entero: el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere modificar la Constitución para ubicar a la Guardia Nacional en la Sedena.
Esta reforma, según lo anunció ayer el presidente en la mañanera, no está pensada para este año ni para el próximo, sino para 2023, “ya una vez que acreditemos muy bien el funcionamiento de la Guardia Nacional.”
Si el presidente no pudo procesar esa reforma en 2019, cuando estaba en el ápice de su poder e influencia, es una locura suponer que será aprobada en 2023, con el proceso sucesorio desatado, la coalición gobernante dividida y la oposición en decidida modalidad electoral.
López Obrador lo sabe, como lo sabe también el alto mando militar. No son ingenuos. La reforma, tal como se está planteando, corre hacia una derrota inevitable.
Salvo que el traslado de la Guardia Nacional a la Sedena sea un señuelo y los objetivos reales sean otros.
Uno parece táctico: usar el respaldo social a las Fuerzas Armadas como un garrote en contra de la oposición. Encuesta tras encuesta muestran que el Ejército y la Marina tienen una alta legitimidad social. Dado ese hecho, no es fácil para un político decirle no al estamento militar. El asunto acarrea un costo político indudable y López Obrador quiere que la oposición se lo trague.
Otro parece más estratégico: extender el periodo de intervención directa de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública. Para esto hay que entender que la reforma constitucional que dio origen a la Guardia Nacional contenía un artículo quinto transitorio que dice lo siguiente: “Durante los cinco años siguientes a la entrada en vigor del presente Decreto, en tanto la Guardia Nacional desarrolla su estructura, capacidades e implantación territorial, el Presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria.”
En el tramo final de la negociación legislativa que llevó a la reforma, el interés principal del gobierno ya no era la Guardia Nacional, sino el artículo quinto transitorio. Así me lo han narrado varios de los participantes en esas discusiones. Esa era una de las principales líneas rojas del gobierno, el asunto en el cual no estaban dispuestos a ceder. En cierto modo, la Guardia Nacional era una manera de hacer políticamente viable esa legitimación constitucional de la intervención militar en materia de seguridad pública.
El problema es que un artículo transitorio tiene fecha de caducidad. Y el plazo se vence en marzo de 2024. A partir de ese momento, el presidente ya no puede disponer legalmente de la fuerza armada permanente para tareas de seguridad pública.
Salvo que se extendiera el plazo. Y ese puede ser el objetivo real de la iniciativa anunciada por López Obrador: no trasladar la Guardia Nacional a la Sedena, algo que parece francamente improbable, sino generar una negociación política que pueda ampliar el periodo de intervención militar directa en seguridad pública. En esa negociación, el gobierno “cedería” en el tema de la ubicación administrativa, a cambio de mantener por un plazo adicional (¿cinco años?) la situación creada por el quinto transitorio.
Dicho de otra manera, la propuesta es una trampa. Y la oposición solo puede salirse de ella si toma la iniciativa y presenta una propuesta amplia de reformas a la Guardia Nacional, en vez de quedarse esperando a que el presidente marque los tiempos.