La semana pasada, el Inegi dio a conocer las cifras definitivas de mortalidad, correspondientes a 2020.
La atención se ha concentrado en el dato agregado. No es para menos: el año pasado, murieron en México casi 1.1 millones de seres humanos. Tan solo en 2020, la pandemia provocó, por vía directa o indirecta, 338,959 muertes adicionales a las registradas en 2019.
Ese desastre de proporciones bíblicas no es, sin embargo, la única tragedia que desfiguró al país en 2020. Por tercer año consecutivo, México contabilizó más de 36,000 homicidios. Más de cien al día. Uno cada catorce minutos.
Las agresiones fueron, según el Inegi, la octava causa más frecuente de muerte en el país. Entre los hombres, se ubicó en el sexto lugar. Y entre los jóvenes, los que se ubican entre 15 a 34 años de edad, nada produjo tantas muertes: fue el primer lugar indiscutido.
Ese último dato es, a mi juicio, una de las claves de la persistencia de la violencia homicida. Las víctimas tienden a pertenecer a sectores poblacionales con poca visibilidad mediática y limitado peso político.
Las bases de datos de Inegi permiten desmenuzar algunas características sociodemográficas de las víctimas de homicidio. Se trata fundamentalmente de personas jóvenes: entre los asesinados cuya edad pudo ser determinada, 55% tenía menos de 35 años. Casi dos terceras partes no había alcanzado los 40 años.
Se trata asimismo de una población con bajos niveles de instrucción formal. Entre las víctimas cuya escolaridad se asentó en los registros de defunción, 74% no había pasado de la secundaria. Solo 8% había llegado a la educación superior.
Un patrón similar se repite en materia de ocupación y empleo. De los poco más de 25,000 homicidios en los que se registró la ocupación de la víctima, dos terceras partes eran trabajadores manuales o empleados de baja remuneración. Una cuarta parte no trabajaba. Solo 9% era profesionista o tenía un cargo de dirección.
En resumen, una víctima de homicidio tiende a ser un hombre joven, habitante de zona urbana, con baja escolaridad y con pobres perspectivas laborales. Salvo excepciones, este no es un delito que afecte mayormente a las clases medias. No produce voceros altamente mediáticos. El fenómeno se comunica como estadística, no como historia individual.
A esto hay que añadirle que los homicidios son hechos estadísticamente poco frecuentes. En 2020, según el Inegi, se regis tró una tasa de homicidio de 29 por 100 mil habitantes. Eso significa que uno de cada 3448 mexicanos fue asesinado. La probabilidad de contarse en la lista de víctimas fue de 0.03%.
Ya de remate, viene el problema del estigma social a las víctimas. En muchos casos, se asume sin mayor información que alguien que acaba asesinado se lo merecía. Porque “andaba metido”. Porque es “entre ellos”. Porque es un “ajuste de cuentas”.
Si suma todo esto, las víctimas de homicidio quedan borradas de la conciencia colectiva. Son los muertos para los que nadie pide justicia. Son los muertos que no vemos y no queremos ver.
Resultado: no hay ninguna estrategia nacional de reducción de homicidios. Y el asunto no está en la discusión pública, salvo como garrote discursivo.
No sorprende entonces que acumulemos desde hace casi cuatro años 100 asesinados por día. Nadie hace gran cosa y la masacre sigue sin freno.