Ya lo había dicho, pero lo reiteró: el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere que las Fuerzas Armadas no solo construyan el aeropuerto de Santa Lucía y el Tren Maya , sino que los administren. Lo mismo quiere para otras obras de infraestructura, como los aeropuertos de Tulum , Palenque o Chetumal.

El argumento presidencial para dejar el control de esas y otras obras en empresas alojadas en la Sedena o la Semar no es económico o administrativo. La lógica es eminentemente política: “Esto nos va garantizar que no se privaticen estas obras…Si estos bienes se los dejamos a Fonatur o a la SCT no aguantan ni la primera embestida. Acuérdense lo que hicieron con Fonatur, que vendían terrenos a 7 pesos el metro cuadrado en zonas turísticas, ni lo que cuesta un metro cuadrado de alfombra.”

El presidente sugiere aquí que un gobierno civil futuro no se atrevería a privatizar unos bienes dejados en manos de las secretarías militares. O al menos se lo pensaría dos veces antes de hacerlo.

¿Por qué? ¿Cómo supone López Obrador que funcionaría ese candado?

Imaginemos un poco el escenario. Asumamos que una confluencia de factores genera una oleada de rechazo al actual partido gobernante y un partido o coalición de signo político distinto gana las elecciones presidenciales de 2024. Se instala entonces un gobierno que el actual presidente consideraría neoliberal, pero que cuenta con plena legitimidad democrática.

Esas nuevas autoridades revisan el estado de la administración pública y deciden por razones económicas, políticas o ideológicas que quieren privatizar el Tren Maya, Santa Lucía o los aeropuertos del sureste. Esa determinación puede ser buena o mala, pero se toma con todas las de la ley.

¿Qué supone el presidente que harían las Fuerzas Armadas en esas circunstancias para oponerse a la privatización? ¿Desobedecer al mando civil y no entregar las instalaciones? ¿Protagonizar un motín o asonada? ¿Negarse a acatar órdenes de quién quiera que fuese entonces su comandante supremo en temas de seguridad o protección civil? ¿Obstaculizar de manera soterrada el proceso? ¿Presionar veladamente a políticos y funcionarios civiles?

Y si no es algo así, ¿por qué se imagina que sería más difícil privatizar el Tren Maya si está en Sedena que si permanece en Fonatur ?

En términos concretos, el presidente quiere que, cuando su gobierno ya esté en el espejo retrovisor, las Fuerzas Armadas sean un garante de su legado. Para ello, busca crearles una red de intereses suficientemente grande para dotarlos (de manera implícita) de un derecho de veto en materia de finanzas públicas y política económica. No es casual que pretenda vincular directamente los ingresos de los aeropuertos y el Tren Maya a las pensiones militares.

Esto tiene implicaciones gigantes. Significa sacar un tramo considerable de políticas públicas de la lógica del control democrático. Implica también abrir la puerta a la creación de un amplio sector militar empresarial. Si ya tienen un tren turístico, ¿por qué no añadir hoteles? Si ya tienen aeropuertos, ¿por qué no sumar aerolíneas? ¿O empresas de taxis? ¿O restaurantes? ¿O lo que sea? Al fin y al cabo (y siguiendo la lógica presidencial), serían empresas igualmente difíciles de privatizar que el Tren Maya o Santa Lucía, igualmente atadas a la ubre presupuestal e igualmente aisladas de la disciplina del mercado.

Eso no es mera conjetura. Eso ha sucedido en países como Egipto o Paquistán , donde el sector paraestatal militar ha extendido sin freno su alcance, hasta convertirse en el principal actor empresarial, con costos gigantes tanto en términos de desempeño económico como de desarrollo democrático.

Esos no son modelos que deberíamos de estar copiando.

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