Por estos días, se transmite en la plataforma de Amazon Prime Video una película titulada en inglés “The Report”. En esta, se cuenta la historia (real) de la elaboración de un reporte legislativo sobre el uso de métodos de tortura por parte de la CIA, en el contexto de la guerra contra el terrorismo que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001.

La confección del informe de marras tomó más de cinco años y requirió la revisión de 6.3 millones de documentos confidenciales. La resistencia de la CIA estuvo a punto de hundir el esfuerzo, pero tras múltiples vicisitudes políticas, fue posible publicar una versión abreviada y testada del documento. Más importante, a resultas del informe, el Congreso de Estados Unidos aprobó legislación prohibiendo el uso de tortura en interrogatorios realizados por las fuerzas armadas y las agencias de inteligencia.

¿Sería posible algo así en México? ¿Podría el Congreso mexicano elaborar un amplio y detallado reporte sobre, por ejemplo, las intervenciones ilegales de comunicaciones, realizadas por diversas dependencias federales (y tal vez estatales) mediante el software Pegasus?

Ni de carcajada.

En Estados Unidos, ambas cámaras del Congreso tienen comisiones especializadas en temas de inteligencia. Estas tienen facultades amplias para acceder a documentación reservada (sujetas a reglas estrictas de confidencialidad), citar a comparecer a funcionarios de las distintas agencias de inteligencia, recibir informes clasificados sobre temas de seguridad nacional y monitorear a detalle el ejercicio del presupuesto. Otras democracias tienen mecanismos similares.

En México, en cambio, sólo existe una instancia legislativa, la llamada Comisión Bicamaral de Seguridad Nacional, formada a partes iguales por integrantes del Senado y la Cámara de Diputados. Sus poderes son limitados, por decirlo generosamente.

En los términos de la Ley de Seguridad Nacional (LSN), vigente desde 2005, la comisión de marras puede solicitar informes concretos al Centro Nacional de Inteligencia (antes conocido como CISEN), pero solo “cuando se discuta una ley o se estudie un asunto concerniente a su ramo o actividades”. Por lo demás, se dedica a recibir informes periódicos, conocer y tal vez dar alguna opinión sobre la llamada Agenda Nacional de Riesgos, y producir algunas recomendaciones.

Tiene, además, una prohibición legal explícita. En el artículo 59 de la LSN, se señala que “los informes y documentos distintos a los que se entreguen periódicamente, sólo podrán revelar datos en casos específicos, cuando los mismos se encuentren concluidos. En todo caso, omitirán cualquier información cuya revelación indebida afecte la seguridad nacional, el desempeño de las funciones del Centro o la privacidad de los particulares. Para tal efecto, ningún informe o documento deberá revelar información reservada.” ¿Quién determina si un caso está concluido o si una revelación puede afectar la seguridad nacional? No la Comisión Bicamaral, se los puedo asegurar. Y esas son solo las restricciones legales. Las materiales pesan aún más. La comisión tiene apenas un manojo de asesores, la mayoría no especializados en el tema, y un presupuesto ínfimo. Contrasten eso con dos hechos: la elaboración del reporte que describí en el primer párrafo tuvo un costo de 40 millones de dólares y el esfuerzo fue encabezado por una persona que pasó varios años en el área de contraterrorismo del FBI.

En resumen, no hay fiscalización legislativa sobre el aparato de inteligencia. Y eso es un problema por donde se le mire. El potencial de abuso en instituciones que operan en condiciones de secrecía es enorme. Por eso, requieren controles internos robustos y supervisión externa permanente.

Eso solo lo vemos en México en la televisión, en historias que no suceden aquí.

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